La agonía del Estado

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Por Javier Sicilia

Los Estados, construcciones humanas, son, como sus propios creadores, finitos. El nuestro, que nunca ha gozado de buena salud, ha entrado en una fase terminal, si entendemos su existencia con las categorías de sus teóricos: un conjunto de instituciones que poseen la autoridad y la potestad de establecer normas que regulan la vida del cuerpo social. México hoy carece de ello. Sus instituciones son cascarones vacíos que operan con el mínimo de sus funciones vitales. Todo lo demás está dañado, corrompido, esclerotizado. La enfermedad es mundial, pero la de nuestro país está muy avanzada.

He abordado este asunto desde muchos ángulos que se complementan. Hoy quiero hacerlo desde el desequilibrio entre la autori­dad y la potestad o entre la legitimi­dad y la legalidad.

La máquina política que llamamos Estado ha funcionado bajo dos principios esenciales de la tradición ético-política de Occidente: la legitimidad (la ética) y la legalidad (la norma, la ley). Para que ella funcione bien es necesario que una y otra se complementen y mantengan un buen equilibrio. Cuando una se superpone a la otra o la excluye, la máquina no sólo se paraliza, sino que comienza a generar fenómenos de anomia y violencia espantosos. Los totalitarismos, por ejemplo, han sido el fruto de una máquina que trató de gobernar con la legitimidad con la que sus gobernantes asumieron el poder, pero prescindiendo de cualquier legalidad. Los resultados los conocemos: campos de exterminio, de reeducación, miedo y violencia. Las leyes mismas que emanaron de sus legitimidades eran, por lo mismo, profundamente ilegales. Las democracias hoy son el fruto de lo contrario. Al reducir el principio legitimador del gobierno al momento electoral y el gobierno a reglas, leyes y procedimientos previamente fijados, la legalidad ha sustituido a la legitimidad, generando un estado de parálisis, sometimiento y violencia del que la obra de Kafka es su más despiadada descripción.

En México –de allí la gravedad terminal de su enfermedad– no sólo la legitimidad del Estado está en crisis. Ya nadie cree en la ética de sus instituciones. También lo está la legalidad que, despojada de cualquier legitimidad, sirve la mayoría de las veces para encubrir actos de una profunda y grave ilegalidad que sólo benefician a la violencia y a quienes la perpetran tanto desde el Estado mismo como desde sus periferias. Por eso Kafka, de haber nacido en México –me decía con puntillosa sorna el escritor Gonzalo Celorio– no habría sido leído. Su costumbrismo nos habría aburrido.

Por eso también es inútil creer que la crisis de violencia pueda afrontarse con un cambio de gobierno o con más legislaciones y acciones del Poder Judicial. Una crisis que a lo largo de las décadas ha ido erosionando la legitimidad hasta hacerla desaparecer de la vida institucional, no puede resolverse exclusivamente en el plano del derecho. Hipertrofiado hasta la médula, sus consecuencias –las vemos acrecentarse cada día– son la impunidad, la corrupción, el desprecio de la vida del ciudadano, la parálisis de la justicia, el caos, la violencia rampante y el sufrimiento indecible que produce en cada ser humano y que en México ya alcanza la categoría de crímenes de lesa humanidad. Los miles de desaparecidos, las centenas de fosas clandestinas fabricadas por el crimen organizado y las fiscalías, las centenas de miles de asesinados y desplazados, las redes de trata y de extorsión y el silencio cómplice de los gobiernos que se empeñan, contra toda evidencia, en negar la tragedia humanitaria del país, han llegado al límite en el que la humanidad entera está injuriada.

El intento del gobierno de Peña Nieto y de la clase política en general por mantenerse en esa negación y tratar, en los hechos, de rehacer la legitimidad y la legalidad mediante la coerción y el uso de la fuerza, hará cada vez más terrible la violencia. A la anomia del derecho hipertrofiado agregará la de los Estados totalitarios.

Devolverle la vida a un país que ha llegado a esos niveles de desequilibrio y deterioro de la tradición ético-política de Occidente, sólo es posible ya mediante una revolución que permita instaurar un gobierno legítimo que rehaga la legalidad y la ponga a la par de la legitimidad; una revolución que, como sucedió en la Inda de Gandhi o en la Filipinas de Corazón Aquino, sea no-violenta. Sólo una revolución así, que haga de sus medios un ejemplo de ética-política en la lucha por refundar una nación, puede garantizar –como dice Giorgio Agamben– que los principios de legitimidad y legalidad (que a lo largo de la tradición de Occidente han recibido el nombre de derecho natural y derecho positivo, de poder espiritual y poder temporal o, en la Roma antigua, de auctoritas y potestas) vuelvan a equilibrarse y a caminar juntos sin pretender subordinarse uno a otro y sin coincidir jamás.

De otra manera el Estado en México sobrevivirá, pero bajo la forma de un gobierno penitenciario donde los condenados, como en las grandes alegorías de Kafka, somos todos que nunca sabremos por qué se nos condena. Un gobierno así es, como esas mismas alegorías lo muestran, propiamente infernal.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y exhumar e identificar los cuerpos de las fosas de Tetelcingo.

Fuente: Proceso

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