Iglesia católica y violencia

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Por Bernardo Barranco V.

Hans Kung, el teólogo suizo, sostiene que la paz mundial depende del diálogo entre las grandes confesiones religiosas. Sin un consenso ético básico sobre determinados valores, normas y actitudes, resulta imposible una convivencia humana digna. En ese consenso ético, las grandes religiones juegan un papel central en la construcción ética mundial. Hablar de violencia hoy en México es crucial porque llevamos lustros con una espiral de temor e inseguridad que ha venido ensombreciendo nuestra existencia. Un saldo de 70 mil muertos y cerca de 100 mil desparecidos en poco más de un sexenio socava la convivencia social, deteriora la vida cotidiana y debilita el tejido social. Los datos son escalofriantes: en sólo 14 años hay más de 100 periodistas muertos y 22 desaparecidos.

La Organización Mundial de la Salud define la violencia como: el uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga probabilidades de causar lesiones, muerte, daños sicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones. La violencia, por tanto, es un comportamiento deliberado que provoca daños al prójimo. Es importante tener en cuenta que, más allá de la agresión física, la violencia puede ser emocional, mediante ofensas o amenazas. Por eso la violencia puede causar tanto secuelas físicas como sicológicas.

El país ha caído en un violento tobogán que parece no tener fondo. Eso ya lo sabemos y lo sentimos, pero ¿cuál es y debe ser el papel de la Iglesia católica frente a la violencia?, ¿qué tiene que aportar la Iglesia? Sobre todo cuando la mayor parte de los integrantes del crimen organizado, policías, empresarios y políticos corruptos, actores centrales de la violencia, son en su mayoría bautizados.

En primer lugar habría que decir que la Iglesia no ha escapado a la espiral de la violencia en México. En mayo de 1993 es asesinado arteramente el cardenal Posadas en Guadalajara. De acuerdo con un reporte del Centro Católico Multimedial, en 15 años han sido asesinados 24 sacerdotes; en términos religiosos México es el país más peligroso de América Latina: se han reportado mil 53 casos de intento de extorsión en 2010 contra agentes de pastoral, obispos y sacerdotes. Esta cifra se incrementó a mil 465 reportes en 2013, esto es, en la modalidad de llamadas telefónicas, correos electrónicos y avisos verbales. Además de los continuos robos en templos que minan el patrimonio cultural y artístico de las iglesias.

A mediados de 2010, los obispos mexicanos publicaron una importante exhortación pastoral, titulada Que en Cristo nuestra paz México tenga vida digna, sobre el papel de la Iglesia ante la violencia. Lamentablemente es un texto poco conocido incluso en el interior de la misma Iglesia. En el diagnóstico los obispos enuncian las causas: la inseguridad y la violencia son un círculo vicioso que se inicia con la pobreza, la exclusión y desigualdad que se vive en el país. El documento tiene la sensibilidad de no criminalizar la pobreza; los pobres no son delincuentes por ser pobres, están expuestos y son víctimas de la violencia. Los prelados reconocen que el crimen organizado ha corrompido las estructuras de poder en México: empresas, funcionarios y medios. Aunque no se menciona, podría añadirse a sectores de la propia Iglesia. Reinan, pues, la impunidad y la corrupción en el diagnóstico de la CEM, que lamenta el impacto en el comportamiento de los ciudadanos. La violencia se reproduce en la familia, en las escuelas, contra las mujeres, en el maltrato a los niños y ancianos.

En suma, la violencia refleja una profunda crisis moral de valores, por lo que lo que el enfoque debe ser multifactorial. Primero revisar el modelo económico excluyente, depurar estructuras sociales más justas, restablecer un orden de legalidad imparcial y creíble. Más allá del texto, la respuesta de la Iglesia ante la violencia es desigual y heterogénea: mientras actores como el obispo Raúl Vera se comprometen en luchas de justicia social, y sacerdotes como Alejandro Solalinde asumen causas lacerantes como la migración, hay otros actores religiosos que sin empacho alguno se benefician del blanqueo de dinero del crimen organizado. Muchos valientes agentes de pastoral están comprometidos socialmente en zonas rurales y fronteras pastorales apartadas, mientras otros reconocen aceptar prebendas del narco, como lo hicieron hace años el padre Soto, o el fallecido obispo Ramón Godínez, en Aguascalientes; algunos otros se pavonean socialmente con los amos del poder, como el cardenal Norberto Rivera. Ahí está el padre Goyo en Michoacán, lidiando con la concepción de guerra justa.

Hace unos días, en entrevista con un diario español, el papa Francisco reflexiona: “La violencia en nombre de Dios es una contradicción, no se corresponde con nuestro tiempo. Con perspectiva histórica hay que decir que los cristianos, a veces, la hemos practicado. Hoy es inimaginable, ¿verdad? Llegamos, a veces, por la religión a contradicciones muy serias, muy graves. El fundamentalismo, por ejemplo. Las tres religiones tenemos nuestros grupos fundamentalistas, pequeños en relación con todo el resto… Un grupo fundamentalista, aunque no mate a nadie, aunque no le pegue a nadie, es violento. La estructura mental del fundamentalismo es violencia en nombre de Dios”. El superior carmelita, Camilo Macisse, se atrevió, en un artículo titulado Violencia en la Iglesia, a denunciar la violencia hacia adentro; nos plantea la represión interna en torno al excesivo centralismo vertical y clericalismo como las principales fuentes de coerción intraeclesial. También hacia afuera: ahí están las víctimas de pederastia en espera de justicia y no de superficiales perdones; decenas de niños aguardan aun un pronunciamiento de los obispos mexicanos que han guardado silencio penoso. El caso de Maciel y el de Eduardo Córdova en San Luis nos muestran una Iglesia negligente, encubridora de una violencia que califica de pecado y se lava las manos ante comportamientos monstruosamente criminales.

Sin duda el cristianismo tiene en su código social el fomento de la cultura de la no violencia. Sin embargo, la Iglesia católica en México se ha quedado corta. Pastoralmente tiene que acercarse más a la sociedad civil en la perspectiva que ellos mismos han señalado: la verdad, la justicia y la libertad.

Fuente: La Jornada

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