Por Juan Ramón de la Fuente
A Vicente Leñero, por su congruencia
La trama en la que estamos inmersos ha alcanzado niveles insospechados hace apenas unas semanas. Me da la impresión de que estamos ante un paciente que se ha complicado y que, lejos de recuperarse, se deteriora. ¿Error en el diagnóstico? Es posible, en todo caso, el tratamiento no está resultando eficaz, el enfermo no responde, la familia se inquieta y resulta oportuno pedir una segunda opinión. ¿Habrá disposición para solicitarla y escucharla?
Si el problema es de diagnóstico, mientras el enfermo no entre en una etapa de deterioro irreversible, siempre será posible rectificar e instaurar un mejor tratamiento, más eficaz, con menos efectos indeseables. Lo primero que se busca es salir de la crisis, después estabilizar el cuadro clínico, y luego pensar en medidas de mediano y largo plazo para consolidar el bienestar y evitar las recaídas. Así se razona en medicina cuando se está frente a un enfermo.
Si el símil que propongo tiene algo que ver con la realidad que estamos viviendo como sociedad, entonces habría que empezar por reconocer que hubo precipitación en el diagnóstico, que no se tomaron en cuenta algunos signos de malestar social, que los exámenes de laboratorio poco o nada han aportado, y que con el paso del tiempo se pierde credibilidad. Se buscan culpables en otros lados y las decisiones, erráticas, se acumulan.
Por añadidura, cabría agregar que el médico —o en este caso el gobierno— no ha podido articular una argumentación convincente de lo que está pasando. ¿Dónde están los estudiantes desaparecidos? Tal es la primera e ineludible pregunta que debe contestarse ya. Porque ahí están precisamente las fibras más sensibles de la protesta nacional e internacional. Es la barbarie imaginada la que genera el horror, pero es la impunidad de sus autores la que provoca la indignación. La emotividad de la tragedia dispara la solidaridad con las familias de los estudiantes desaparecidos.
El efecto emotivo de lo ocurrido nos contagió a millones, en México y en muchas otras partes del mundo, pero también reactivó la pena inmensa, el duelo no resuelto de decenas de miles de familias mexicanas que en los últimos años han perdido a alguno o algunos de sus miembros, sea porque los mataron, sea porque están desaparecidos.
Cuando se hacen públicas las fosas clandestinas, conmueven las imágenes y las historias de madres y familiares de desaparecidos que piden que se analice su sangre para ver si es compatible con algunos de los restos humanos encontrados en esa macabra operación que, al abrir la tierra con picos y palas, abrió también las entrañas de las madres desconsoladas, de los hermanos resentidos, de los huérfanos abandonados, de los padres que se revelan con furia y de todos aquellos que claman justicia. En todos hay signos y síntomas perceptibles de dolor y de rabia, de impotencia, de frustración y de coraje. Si todo eso es tan claro, ¿por qué no percibirlo? ¿Por qué no aceptar que el cálculo político, insensible ante la realidad humana, condujo a un error de diagnóstico?
La clase política se aleja cada vez más de la sociedad que los prohijó: funcionarios, legisladores y jueces, son reflejo de los tres poderes de un sistema que pierde credibilidad tan rápido como el enfermo que se desangra por una hemorragia profusa. Entender la protesta es aceptar que el tejido social está ulcerado, llagado y que, precisamente por eso, va a seguir quejándose, va a seguir protestando. Se incurrirá en un nuevo y grave error si en lugar de escucharlo con atención para encontrar la forma de sanarlo, se le criminaliza.
Y frente a la protesta, ¿en verdad no es posible hacer un buen diagnóstico diferencial? ¿Son realmente los llamados anarquistas quienes intentan desprestigiar la protesta o son los infiltrados disfrazados de inconformes? Y entre los infiltrados, ¿acaso no hay grupos claramente identificados? Los gérmenes patógenos —lo sabemos— se asientan más fácilmente en los organismos vulnerables. ¿Cómo calificaría usted hoy a nuestras instituciones? ¿Robustas, vulnerables, vulneradas?
Echarle la culpa a los municipios incompetentes y corruptos, a las policías infiltradas por el crimen organizado, a los jueces que dan paso cotidiano a la impunidad, aun cuando puede haber en todo ello más de un grano de razón, no resuelve la crisis. Y la crisis es más profunda porque se ha vuelto cada vez más emocional. ¿Psicología social? En todo caso, sensibilidad social. Ha faltado calidez en el mensaje, quizá un poco de empatía, menos soberbia. No creo que sea pedir mucho para quienes anhelan ser parte del servicio público en una democracia. Si la política es el arte de lo posible, decía Bismarck, entonces la ambición también tiene que ir acompañada de modestia.
Para entender la condición humana, hay que empezar por reconocer que lo afectivo es lo efectivo. Entender la protesta social como un fenómeno estrictamente político, es tanto como entender a la corrupción como un fenómeno estrictamente cultural. Hay raíces individuales y colectivas mucho más profundas, que son capaces de explicarlas mejor. Entender bien la protesta puede ser el inicio de la recuperación de la credibilidad y de la reconstitución del tejido social. El enfermo presentará entonces signos claros de mejoría. Ojalá que sea esa la evolución.
* Juan Ramón de la Fuente. Ex secretario de Salud