El sueño húmedo de Claudio X.

0

Por Epigmenio Ibarra

Y de pronto Claudio X González, el que oficia de gerente de una oposición tan desangelada como vociferante, el líder que no ha hecho más que acumular derrotas, el señor de las alianzas políticas fallidas, se soñó a sí mismo con la banda presidencial cruzada al pecho, lanzando, desde el balcón central de Palacio Nacional, una encendida arenga patriótica.

Fue un sueño, húmedo, pero solo un sueño.

México no es Perú y Andrés Manuel López Obrador no es Pedro Castillo. No veremos al primero caer defenestrado como vimos al segundo y menos, todavía, lo veremos en la cárcel y abandonado a su suerte, como vimos a Castillo.

El sueño de Claudio no habrá pues de cumplirse, la sed de venganza y de sangre de la derecha conservadora, que también se imaginó asaltando el Palacio Nacional, no habrá de saciarse.

Con cajas destempladas -pese a que se tomaron las redes sociales y las plagaron de profecías apocalípticas- quedarán aquellas y aquellos que quisieran que, aquí, como en el país andino, se viniera abajo el presidente.

López Obrador no atenta contra el Congreso, no censura a la prensa, ni compra, ni persigue a quienes desde los medios le atacan y calumnian.

Tampoco atenta contra los intereses de las y los empresarios. No expropia empresas ni tierras. No persigue ni reprime a los opositores.

No presiona ni les da órdenes a los otros poderes del Estado, tanto qué, un juez, el más humilde, puede parar una de sus grandes obras.

López Obrador no es solo el presidente más votado de la historia de México y el que tiene el índice más alto de aprobación ciudadana; es también el más demócrata de todos los que se han sentado en esa silla.

Sin romper siquiera un cristal y sin dejar de llamar jamás a votar, pese a que Felipe Calderón le robó la elección en el 2006, llegó a la presidencia y de la misma se irá para siempre, pese también a lo que dicen los conservadores, en el 2024.

Que no se calla ante quienes mienten impune y descaradamente, es cierto, que ejerce el derecho de réplica, también.

No polariza; politiza, llama a las cosas por su nombre y este ejercicio, en cualquier democracia que se respete, es necesario y saludable.

Atrás ha quedado esa odiosa “corrección política” del viejo régimen donde el presidente guardaba un prudente e hipócrita silencio público ante quienes lo agraviaban mientras que, en privado, ordenaba actuar de manera fulminante y criminal, contra ellos.

Los pasos de López Obrador se ajustan a la legalidad democrática; es un presidente que va por votos y solo gracias a los votos avanza, que defiende y no fractura, como se hacía antes, el orden constitucional.

Es un presidente que apuesta a la reforma legal de las instituciones y que no da golpes de mano; como sí los daban, muy frecuentemente y abusando de su poder omnímodo, sus antecesores.

Golpes como el que intentó dar al Congreso el asediado y desafortunado Pedro Castillo.

Muy distintas son las cosas entre México y Perú.

En su fanatismo y sus afanes golpistas se parecen, eso sí, las derechas de ambos países, sólo que la de aquí no puede dar golpes, ni sabe ganar elecciones y no tiene argumentos, reales y de peso, y los votos necesarios, para impedir qué, en las cámaras, avancen, legal y democráticamente, las iniciativas que presenta López Obrador.

Un presidente qué, además, no le da pretexto alguno -como se lo dio Pedro Castillo a la derecha peruana- para someterlo a juicio político y destituirlo.

Sin el consenso ciudadano (impensable en este país y menos en este momento histórico y con este presidente) o el sistema de complicidades (entre medios, iglesia, capital y fuerzas armadas) necesario para dar un golpe de Estado, a la derecha conservadora, no le quedan -hoy por hoy- más que la estridencia, el resentimiento, la mentira y los sueños húmedos.

@epigmenioibarra

Comments are closed.