Por Javier Sicilia
Para las hermosas Abejas de Acteal
Desde el 8 de mayo de 2011, fecha en que acompañaron el silencio de la marcha del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) hacia el Zócalo de la Ciudad de México, los zapatistas no habían vuelto a manifestarse. Diecinueve meses después, en la conmemoración de la masacre de Acteal, a unos cuantos días del 19 aniversario de su aparición pública, volvieron a hacerlo. Cuarenta mil zapatistas bajaron nuevamente de las montañas para ocupar las plazas públicas de varias ciudades de Chiapas. Lo asombroso no es la perfecta disciplina con la que marcharon, sino la inmensa extensión de su silencio, y el breve comunicado, el más breve de todos los que han dado, con el que lo acompañaron: “¿Escucharon? Es el sonido de su mundo derrumbándose. Es el nuestro resurgiendo. El día que fue el día, era noche. Y noche será el día”.
Hace ya tiempo, Theodor Adorno, uno de los filósofos que más reflexionó sobre la imposibilidad de decir algo frente a la barbarie desatada por el nazismo, escribió en Crítica cultural y sociedad su famosa y terrible sentencia: “Escribir poesía después de Auschwitz es bárbaro”.
Para Adorno, el lenguaje, en un mundo en el que la realidad ha llegado a esos grados de degradación humana, está agotado. Cualquier cosa que pudiera decirse sobre él sería una banalización. El lenguaje a esos niveles ya no puede hacerse cargo del horror; frente a él, sólo queda el silencio.
El silencio de la marcha zapatista del 21 de diciembre de 2012 tiene ese sentido. Pertenece, en medio de un mundo que se derrumba en la noche y el espanto, “a ese silencio digno e inevitable que –dice Humberto Beck– se presenta ante la inefabilidad del dolor y del exceso de realidad”. Pertenece también, y paradójicamente, a un decir. Por un lado, dice algo tan fulminante como lo que George Steiner dijo de la lengua alemana después de Auschwitz: La lengua del español de México, la lengua de los políticos rebasada por la barbarie del crimen, solamente “comunica, pero ya no puede crear ningún sentido de comunión”. Dieciocho años de regímenes que han hecho del dinero, la corrupción y el crimen el lugar de la patria, destruyeron la vida e introdujeron en el lenguaje mismo un grado terrible de inhumanidad que se expresa en el lenguaje atroz, desquiciado en su sintaxis y lleno de faltas de ortografía de los mensajes que los criminales dejan sobre el lenguaje mutilado de los cuerpos; se expresa también en ese lenguaje de la vida política que ha reducido la muerte a cifras de “bajas colaterales” sin importancia.
Por otro lado, dice a quienes se han negado desde el poder a hacerse cargo de ese abismo que es necesario crear un nuevo discurso que pueda refundar el sentido.
La única manera de hacerlo, la única manera de crear el sentido de la comunión o, para usar el lenguaje simbólico del silencio zapatista, la única manera de que la noche que vive México se convierta en día y de que del derrumbamiento de un mundo resurja el mundo común, es creando un gran diálogo nacional en el que estén incluidos todos.
México –no han dejado de mostrarlo los zapatistas y los diversos movimientos sociales que no han dejado de emerger del derrumbamiento de un mundo cuya violencia ha destrozado los significados– está hecho en más de un sentido de los excluidos, es decir, de las víctimas tanto estructurales como de la guerra, de las víctimas que ese mundo que se derrumba no ha dejado de crear y cuyo rostro está condensado en el paliacate y el pasamontañas zapatista. Por lo mismo, México, para resurgir, tiene que contar con ellos. Son esos anónimos, esos excluidos que silenciosa y sorprendentemente tomaron de nuevo las carreteras y las calles de las ciudades, los que pueden, junto con todos los demás, hacer de la noche el día.
Si Enrique Peña Nieto pretende realmente crear una unidad nacional que salve a México, tiene que escuchar ese inmenso y profundo silencio, y convocar a un encuentro nacional de todos los actores del país, para que juntos, a lo largo de varios días, y de cara a la nación, es decir, frente a los medios de comunicación, creemos esa ruta de paz y de justicia que requiere México, y encontremos el lenguaje común y el sentido que perdimos.
Si no lo hace así, si la unidad de la nación la hará sólo, como hasta ahora la ha hecho en el Pacto por México, con los partidos políticos, las clases empresariales y algunas organizaciones civiles, si no incluye a todos los actores sociales, no podremos crear ese lenguaje y ese sentido que el nuevo día reclama. Entonces, el lenguaje de la noche y del mundo que se derrumba, el lenguaje atroz de la muerte, seguirá su inexorable caída, y el resurgimiento del día, que nada ni nadie podrá impedir, tendrá costos mucho más inmensos.
El silencio zapatista nos está planteando una vez más el tema del sentido en medio de una situación intolerable. Su retorno sólo puede suceder a través de una experiencia radical. Después de lo que hemos vivido y continuamos viviendo –parafraseo a Adorno– no hay palabra teñida desde las alturas, ni siquiera una palabra teológica, que tenga ningún derecho, a menos que haya sido sometida a un diálogo y a una toma de postura verdaderamente nacional.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad, resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón y promulgar la Ley de Víctimas.
Fuente: Proceso