Por Carlos Miguélez Monroy*
Llama una periodista de un conocido programa de televisión al responsable de comunicación de una ONG que tiene un programa para que personas mayores y estudiantes universitarios puedan compartir vivienda. Meses atrás, la organización le había conseguido a esta misma periodista una entrevista con una estudiante y a una señora mayor, en su casa, a la que llegó más de media hora tarde.
En plena entrevista, el responsable de comunicación y el coordinador del programa perciben que la periodista no tiene interés en la convivencia intergeneracional. Parece más bien que busca confirmar una idea preconcebida: el dinero que los estudiantes no se gastan en un piso se lo ahorran para “sus gastos” cuando, la mayor parte de las veces, vienen de otras provincias y de otros países con recursos muy limitados a una ciudad muy cara, y buscan un espacio tranquilo donde puedan estudiar. Se lo explicamos a la periodista, pero insiste en el interés económico del programa. Pregunta cuánto paga la estudiante, por más que le dijéramos que, por medio de un acuerdo entre partes, fijan los gastos de luz, agua e Internet, y algunas compras comunes.
Cambian de escenario para hacer creíble el reportaje, van de aquí para allá y se demora la grabación. De pronto la estudiante empieza a mostrarse incómoda: ha quedado para comer con sus amigos de carrera para despedirse, pues termina el curso académico. Todavía tiene que preparar la comida y la periodista le ha preguntado si puede acompañarla a la calle para grabar una última secuencia. El responsable de comunicación se encarga del pollo y de la ensalada para que puedan salir a grabar.
Vuelven de la calle, cierran los últimos detalles, intercambian unas palabras. Los trabajadores de la ONG se quedan atónitos cuando la periodista le dice a la señora: “¿Me puede dar su teléfono por si surge cualquier cosa?” Así, con toda naturalidad. El responsable de comunicación sabe que tiene que intervenir, pero cierto buenismo se lo impide. La señora da su teléfono y la periodista se compromete a avisarles de la fecha de emisión del reportaje.
Así hasta que vuelve a llamar al responsable de comunicación tres meses después, sin que se haya emitido ningún reportaje. Vuelve a la carga con una “oferta difícil de resistir”: grabar un “directo” en casa de la misma señora. La periodista prepara el tema de las pensiones y busca a mayores con dificultades económicas. Le recuerda el responsable de la ONG en que no es el caso de la señora a la que entrevistó ni el de los mayores que forman parte del programa. Aprovecha el momento para decirle: “por cierto, ¿podrías enviarme el video del reportaje que grabamos en julio? ¿O nunca llegó a publicarse?” La periodista titubea, dice que no se acuerda, que no supo a ciencia cierta si se emitió porque luego tuvo vacaciones.
Cuando la periodista vuelve a la carga con su “dame el teléfono de la señora”, le recuerda el responsable de comunicación que la persona mayor se lo dio el mismo día. “Es que lo perdí”. El responsable de la ONG, que en su día no intervino a tiempo, piensa que a veces la vida da una segunda oportunidad.
Después de colgar el teléfono, se pregunta: “¿de verdad piensa la periodista que le va a abrir la puerta de su casa, por segunda vez, una señora a la que le hicimos perder media mañana para un reportaje que nunca se emitió y a la que nunca llamó por delicadeza para explicarle porqué no se había emitido? ¿En serio cree que la gente está tan desesperada por salir en televisión? ¿Qué cultura se está imponiendo desde algunos medios de comunicación? Las buenas maneras y el estilo, ¿están tan en desuso?” Esa gente luego “triunfa” en el “periodismo” y en la vida en general, a base de codazos.
* Carlos Miguélez Monroy. Periodista y coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias
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Twitter: @cmiguelez