Durmiendo con el algoritmo

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Por Fabrizio Mejía Madrid 

De las amistades rotas por las opiniones políticas y las formas de expresarlas.

Una lectora me topa en la calle y me dice que, por apoyar al obradorismo, ha perdido a muchos amigos pero ha ido encontrando nuevos. En ese instante alcanzo a responderle que “las opiniones no son las personas”, un lema de la alfabetización digital. Pero es cierto que las mudanzas como las que experimentamos como sociedad se viven como melodramas y no tanto como comedias. Es difícil tener el alejamiento de la opinión, casi siempre poblada por las mentiras, la ignorancia política e histórica, el clasismo, el desarraigo, y seguir con la cercanía habitual. Pero pensemos por qué.

La amistad es un afecto por alguien que tiene nuestra curiosidad, interés, y hasta dedicación. Estamos hablando de amigos, no sólo de conocidos. A diferencia del amor, los amigos son recíprocos. No existe la amistad no-correspondida. Los amigos se cuidan mutuamente porque se valoran entre sí, en una relación entre iguales, distinta a la del amor o la atracción física. Se han visto cambiar y se han influido recíprocamente, pero hay cualidades que se siguen valorando, a pesar del paso del tiempo. Si éstas cambian o se modifican las formas en que las evaluamos, entonces, nos alejamos. Queda la evocación y aun la sorpresa de que “antes éramos así de cercanos: uña y mugre”. Nos separamos en los caminos, padecimos una ruptura en la confianza depositada o, de pronto, ya éramos otros. La cercanía es producto de escuchar y hablar de cierta intimidad, secreta para los demás, con la certeza de la discreción. No es necesario que sea una “gran verdad”, es más importante la disposición a guardarla sin compartir, sin violentar la confianza. En la amistad se es vulnerable e íntegro al mismo tiempo. La confidencia o las experiencias compartidas, dolorosas o placenteras, establecen una relación privilegiada en relación a los que son simplemente nuestros conocidos, como los parientes o los compañeros de trabajo. Pero va más allá. En algunos casos es un sentido compartido de lo que es importante. Eso no está definido de antemano, sino que es precisamente un resultado de ser amigos. Los cuates, los carnales, no son espejos. Es más como pintarse unos a los otros a través del tiempo.

El hecho de que no sean reflejos de uno mismo y que funcionen más como orientadores e intérpretes de nuestros gustos, decisiones, y juicios, da cuenta de la gente que tiene una amistad profunda a pesar de que, en apariencia, no tengan nada que ver uno con el otro. Los amigos son los que nos dan cuenta de nuestras fortalezas y debilidades que permanecen nebulosas cuando uno es sólo uno mismo. También nos abren a nuevas experiencias, placeres, juicios, y gustos para cerrarlos sobre sí mismos y excluir a los demás. Es una relación interesante porque la manera en cómo un amigo nos ve es un resultado de la propia amistad. Las críticas o halagos del amigo tienen un peso que no tienen los parientes o los conocidos. Es porque son parte de la amistad, una confianza en que se dicen las verdades desinteresadamente, “por tu bien”.

Pero vamos al tema de las amistades rotas por las opiniones políticas y las formas de expresarlas. Si seguimos a Aristóteles, hay amistades guiadas por el placer o la utilidad que no tienen la profundidad de los valores compartidos o, si se quiere, construidos. “No son los que comparten la pastura, sino el pensamiento y el argumento”, sentencia. Para él, la amistad es compartir una misma idea del buen vivir. ¿Pero qué pasa cuando la idea del bien adquiere una forma política, es decir, cuando la postura se vuelve moral? Aquí hay que tener en cuenta que la amistad se explica, no se justifica. Se entiende desde la historia de esa relación, por el cuidado mutuo en el pasado. Hay una biografía común a cómo nos hacemos amigos de alguien, pero no existe una demostración de por qué sostuvimos nuestra amistad. Cuando uno se plantea dejar de ser amigo porque el otro ha cambiado desde tu perspectiva lo que lo hacía entrañable, es sólo la historia compartida lo que puede ayudar a decidir el quedarse o marcharse. La amistad “histórica” se agarra de ese pasado convergente para suspender los juicios de nuestra relación con el presente. Pero si no coincide en la idea del bien en clave política, entonces, estamos en la disyuntiva de alejarnos.

El fraude de 2006 me trajo una última sobremesa de una cena con amigos y amigas; terminamos subidos en las sillas gritándonos. Alguien, ya muy trastornado, pidió que los que habíamos votado por López Obrador nos disculpáramos. La campaña del “peligro para México” y el consecuente exterminio de la “guerra contra el crimen” fue el Waterloo de muchas amistades. Lo ha sido, también, la sorpresa de que muchos comentarios racistas y clasistas no eran simples humoradas para ir en contra de lo políticamente correcto, sino profundas convicciones, resortes del alma. El problema es que si uno cree que sólo se puede ser amigo de la “gente como nosotros”, es muy probable que termine rodeado por espejos. Es tarea de un amigo servir de “contrapeso” –ahora que usan todos esa palabra– al prejuicio y a la injusticia de sus creencias.

Los amigos no son espejos ni tampoco algoritmos que nos presentan lo que creen que nos tranquilizará. En política debe existir una razón moral que guíe las motivaciones de las personas. Pero no en la amistad. Además de no confundir la opinión con la persona, le propongo a la lectora preocupada que sea un acto de amistad tratar de explicarles a sus amigos, sin subirse en las sillas, serenamente, su postura en asuntos públicos. Puedes alejarte en tanto la comprendan, aunque no la compartan. Hay que ser pacientes. Puede que se tarden en entenderte algunos años más y tú a ellos. Puede ser que ellos mismos decidan dejar de serlo. Puede ser que te preguntes cómo es posible que alguna vez lo fueran. Sólo hay que recordar que los amigos no pueden sustituirse sin sentir su pérdida.

Fuente: La Jornada

 

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