Después del bochorno

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Por Rolando Cordera Campos

Pasado el (primer) bochorno tratemos de recapitular. No en honor a la prudencia a que convocan unos apresurados caballeros de la templanza, sino en honor a la verdad pura y simple, aquella que no admite simplezas ni reglas de tres elementales, como a las que recurrieron los tempranos templarios opositores de la iniciativa de incremento del salario mínimo, todavía carente de una cifra precisa.

Hasta este instante digital, no hay prueba alguna de que los salarios mínimos, medios y medianos hayan roto la palabra empeñada en los años 80 de no trasgredir la frontera de la productividad. Quién y por qué la empeñó es harina de otro costal. Todo lo contrario: casi toda la evidencia accesible apunta en dirección opuesta; es decir, a un incremento siempre mayor de la productividad que el de los salarios reales, sean estos mínimos, contractuales, medio o medianos.

Han sido las ganancias las que han crecido por encima del producto, las que han llevado a una concentración de ingresos mayor que la reconocida hace poco más de 30 años. Cómo se usaron estas ganancias queda por ser averiguado, aunque hay evidencia suficiente para pensar que no se fueron todas, o no en su mayoría, a la inversión dentro del país. Tendieron a diversificarse en el exterior y, a la vez, a sustentar pautas de consumo excesivo sin correspondencia con los niveles de ingreso prevalecientes o el estado de la carencia social, que tendió a aumentar debido a las dislocaciones que trajo consigo el cambio estructural, el bajo ritmo de crecimiento de la producción y del empleo y la renuncia del Estado a ser un Estado moderno y decidirse a ser un Estado fiscal es todo el sentido de la palabra.

En consecuencia, los excedentes económicos tendieron a concentrarse en pocas manos, familias y empresas, y no creció adecuadamente el piso social básico, que implica mayor protección y seguridad social, más acceso a la educación superior y mayor calidad y eficiencia de la formación básica. La otra cara de este planeta ha sido el estancamiento estabilizador, la informalidad laboral masiva y la reproducción de la heterogeneidad estructural detectada hace ya muchos años por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) o la afirmación del trialismo que estudiaran Enrique Hernández Laos y sus colegas, el cual, a una década o más de haber sido enunciado, no parece haber cedido un ápice a las fuerzas supuestamente igualizadoras del mercado.

La aceptación por parte del gobierno de nuevos enfoques para entender y administrar el salario mínimo, deberían llevarlo a proponer no sólo un incremento gradual y sostenido; también, realizar una tarea pedagógica que, en lo posible, evite que la sociedad caiga presa de la histeria y la paranoia. La cúpula patronal parece dispuesta a desatar una guerra de clases, con tal de poner a buen recaudo cualquier idea de reivindicación salarial impulsada por la eventual revisión a la alza del régimen del salario mínimo. Ahora, por su propio bien, el Estado debe recuperar su papel de empresario colectivo y encauzar los ímpetus pendencieros de los muy ricos con el mero propósito de empezar una normalización de la economía política mexicana, tan inclinada a obedecer los dictados del dogma neoliberal y tan indispuesta a iniciar un giro en el curso del desarrollo, alimentado por el conocimiento y la sensibilidad que imponen demasiados lustros de mal desempeño económico y peor registro en materia de solidaridad y redistribución social.

El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) confirma la tendencia de la economía a crecer poco, por debajo de los mínimos necesarios para dar empleo a los que cada año entran al mercado de trabajo. Las estimaciones y cálculos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) muestran grandes distancias entre clases y estratos y de la peor de las estabilizaciones, que es la que tiene que ver con los índices de pobreza. La excepción parece ser el índice de pobreza laboral, pero no para nuestro consuelo, porque este indicador crece y registra el empeoramiento de las condiciones generales y particulares del trabajo de los mexicanos. El círculo de hierro se cierra incandescente en la violencia y la criminalidad que inundan y contaminan la vida social in situ, o de modo virtual la de todos nosotros, que no estamos inmunes por el hecho de no sufrir directa e inmediatamente ese flagelo.

La reforma social del Estado y la intelectual y ética de todos nosotros debería empezar ya, sin esperar a que las reformas bien amadas arrojen sus dones y maravillas. De creer en todo ello, el gobierno bien podría abocarse a plantear un proyecto de justicia social gradual, pero sostenido, que partiendo del empleo y la inversión aterrizara en los primeros cimientos de un auténtico Estado de bienestar, sin remilgos y pichicaterías como las que frecuenta la secretaria de Salud.

De fallar sus proyecciones y expectativas, el gobierno debería prepararse para actuar en consecuencia, salir al paso de un más que probable ciclo negativo y pernicioso para la cohesión social y poner la mesa para un genuino pacto político por el desarrollo y no sólo para las ganancias. Bajo cualquier hipótesis, el tema salarial y el del mínimo en lo particular, pueden auspiciar una experimentación y unos aprendizajes congruentes con lo incierto que se mantiene el futuro y, a la vez, dar lugar a nuevas formas de protección y promoción de lo mejor que tenemos que es el trabajo humano.

Fuente: La Jornada

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