Por Gibrán Ramírez Reyes
No ha sido Enrique Peña Nieto un presidente que ame las palabras. A veces, incluso las atropella con saña. Son armas que no sabe blandir, así sea en defensa propia –y fue evidente en el acto de transición donde Andrés Manuel López Obrador le reiteró que la reforma educativa se va a cancelar. Cuando hay que salir del camino trazado, Peña Nieto irremediablemente desbarra. Mientras López Obrador y su equipo no han dejado de hablar, a veces sin un hilo que pueda estructurar la conversación pública, el peñismo no atina a decir nada. Para bien y para mal, en la conversación sólo existe Andrés Manuel: se le ve todo el día en la televisión, se le escucha o se habla de él en la radio, los periodistas e intelectuales polemizan por sus dichos, critican sus decisiones, riñen en las redes sociales contra sus seguidores. El presidente electo ocupa el espacio político casi por completo y toca el son que todos bailan. La clave es precisamente esa: López Obrador usa las palabras, argumenta, se defiende, cambia de opinión, todo ante una oposición muda o vociferante, pero poco capaz de articular críticas y dibujar futuros alternativos. Debe ser la falta de costumbre.
La escasez de amor por las palabras, sin embargo, no es tara del peñismo sin más. Se trata, más bien, de un asunto de régimen; de Ernesto Zedillo en adelante el gobierno prefiere no usarlas. Aunque fuera lenguaraz, tampoco Vicente Fox defendió en público la sustancia de sus políticas. Probablemente la única excepción sea Felipe Calderón, más articulado –y también más desvergonzado–, que defendió de cara a las víctimas y a la nación su política de muerte. El desprecio a la palabra se debe a que, cuando se ejecutan los mandatos de quienes tienen las voces más fuertes, el silencio basta: las decisiones están tomadas de antemano, se sigue una hoja de ruta y no hace falta polemizar nada, sino apenas hacer propaganda. Eso, desde luego, no es gobernar, al contrario: generar activamente un vacío, esforzarse conscientemente por hacer al Estado a un lado como actor, por enmudecerlo. Es desgobernar, o sea, dejar que las cosas tomen su cauce libremente –en la libertad de los que tienen más fuerza, más dinero, más voz y pretendían seguir acumulando todo eso.
En el régimen que muere, el desacuerdo se hizo sinónimo de mala educación; la polémica, de griterío, y el discrepante, de revoltoso. Además, la propaganda tomó el lugar de las palabras. Se parece a lo que Carlos Iván Degregori observó para el Perú Fujimorista, una puesta en escena de “antihéroes de tira cómica, planos, sin profundidad ni perspectivas”, de malos concentrados en hacerse querer y que, para eso, callaron sus inconfesables razones e intereses, a la vez que se escenificaron buenos en eslóganes, espots, informes de gobierno y comunicación política de manual.
No fue una consecuencia no deseada. El desgobierno y la renuncia a la política de la palabra fueron el triunfo de la antipolítica neoliberal, porque cuando las cosas se ponen a discusión es muy probable que los agravios afloren, que la sociedad se defienda, que no puedan administrarse medicinas amargas dizque necesarias. Hacía falta no discutir nada para avanzar en la aplicación de las recetas reveladas por los técnicos, esos sabios. Un momento estelar de esa antipolítica fue el Pacto por México: ya que las soluciones estaban hechas, había que ajustarlas y juntar los votos para hacerlas avanzar. Incluso cuando más política tuvo que hacer –con la reforma educativa–, el gobierno seguía el guión escrito por otros, en ese caso por Mexicanos Primero y sus “especialistas” que no conocían realmente la escuela pública.
La oposición al régimen creció en el combate a esa antipolítica, acostumbrándose a poner en entredicho la propaganda del gobierno, oponiéndose casi siempre desde los márgenes, pero obligando algunas veces a la deliberación, haciendo al poder tomar la palabra, orillándolo a mentir a los ciudadanos viéndoles a la cara. Así sucedió en el desafuero y, sobre todo, en la reforma energética de 2008.
Justo ahora estamos en el momento opuesto al Pacto por México: aunque el gobierno tiene los votos y el poder, se está disolviendo el viejo estilo en que todo venía decidido de antemano, se abren a la política asuntos que algunos juzgarían poco discutibles –sólo para técnicos–, se están inventando los mapas que nos van a guiar al futuro próximo. En ese proceso, los partidos del régimen en extinción siguen su inercia antipolítica, de desgobierno y silencio. Y el asunto de la consulta sobre el Nuevo Aeropuerto Internacional de México ha sacado algunas de las peores cosas de su base social. Por ejemplo, su propensión al voto censitario y su impulso antidemocrático –la estupidez de solicitar pasaporte para participar de la consulta–, pero también su marcado carácter antipolítico. Acostumbrados a dejarse llevar por iniciativas ajenas, que a veces no saben ni siquiera de dónde vienen, a comprar justificaciones prefabricadas y acostumbrados también a ese silencio del poder disimulado por el servilismo de los grandes medios, no encuentran qué argumentar ahora que es el nuevo poder el que habla y consulta. El nuevo gobierno ha cedido la iniciativa, ha abierto un debate que no necesitaba para legitimarse, ha generado un espacio para que la oposición cuele sus demandas, sus alternativas, para que defiendan incluso los intereses oligárquicos sin complejos, les ha puesto la cancha de la consulta para que hagan política.
Pero en lugar de ir al terreno que el presidente López Obrador les regala, la derecha pide que nadie juegue, que se recoja el balón, y explica por qué jugar está mal cuando no se hace en una cancha con las medidas oficiales e inclinada para donde les convenga. En lugar de dar un paso adelante, de proponer –o exigir– preguntas que se planteen de un determinado modo y entre una determinada población, de demandar algún formato de los foros para colocar la opinión de sus expertos en posición estelar, de tomar la palabra, piden silencio y esperan la corriente de viento que están acostumbrados a montar sin preguntarse de dónde viene o quién sopla.
Agradezco a El Sur, a Juan Angulo y a Viétnika Batres, por la confianza y por darme tribuna pública ya durante un año. Uno, además, crucial para el país. Y gracias infinitas, sobre todo, a los lectores.
Fuente: El Sur Acapulco