Por Héctor Tajonar
Entre todos los países de Iberoamérica, México es el más insatisfecho con el funcionamiento de su democracia, según el informe de Latinobarómetro correspondiente a 2013. Los resultados son preocupantes: Sólo 37% de los mexicanos piensa que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno. Es el puntaje más bajo de la región, inferior a Guatemala (41%) y Honduras (44%), y se sitúa 19 puntos por debajo del promedio (56%).
El desvanecimiento del entusiasmo democrático surgido en 2000 ha sido dramático. Contra el apoyo de 62% a la democracia en 2002, se registró una caída de 26 puntos porcentuales en una década. El declive ha sido constante, con excepción de dos alzas, en 2005 y 2010.
La respuesta a la pregunta sobre si se está satisfecho con el desempeño de la democracia es asimismo inquietante: sólo 21% lo está. Únicamente Honduras obtuvo un resultado menor (18%). El promedio regional es de 39%, y el resultado más elevado lo tiene Uruguay (82%).
El indice de aprobación del presidente en turno de México es de 46%, apenas por debajo del promedio (49%). Entre los 18 países encuestados, sólo los mandatarios de Argentina, Panamá, Perú, Honduras, Paraguay, Chile y Costa Rica tienen un porcentaje de aceptación menor.
Nuestro país ocupa otro penoso primer lugar en dicho estudio: 63% de los encuestados respondió que sí han tenido dificultades para pagar los servicios de agua y luz en los últimos 12 meses, lo que muestra un alto grado de insatisfacción con su situación económica. El promedio regional es de 45%. Además, menos de 20% de los mexicanos piensa que el país es gobernado en beneficio de todos; ello implica que 80% percibe que los principales beneficiarios de las políticas públicas son una minoría de privilegiados, no la sociedad en su conjunto.
En contraste con la precepción acerca del desempeño de la democracia mexicana reflejada en el Latinobarómetro 2013, José Woldenberg opina: “Las relaciones de poder entre los intérpretes de la política y los políticos se han invertido. Hoy los tiranos son los críticos” (Reforma, 1/XI/13). En una conferencia dictada en El Colegio Nacional, el exconsejero presidente del IFE criticó los márgenes de impunidad de quienes glosan la vida pública, así como la abundancia de descalificaciones y adjetivos denigratorios en los que incurren. En su opinión, la transición democrática ocurrida entre 1977 y 1997 ha sido incomprendida, no se le ha ponderado de manera adecuada.
La postura de Woldenberg merece ser atendida por ser uno de los protagonistas de la transición democrática y uno de sus más lúcidos intérpretes. Pero no concuerdo con su apreciación, y me explico: En primer lugar, difiero de su idea de que la transición democrática del país concluyó en 1997 o en 2000, como se deriva de su libro Historia mínima de la transición democrática en México, del texto Los déficits (Reforma, 6/IX/12) y de la conferencia mencionada. Así como no es sensato desdeñar las reformas ocurridas entre 1977 y 1997, tampoco se deben minimizar las múltiples deficiencias del régimen surgido de ellas.
Durante las dos décadas anteriores a la pérdida de la mayoría del PRI en la Cámara de Diputados se dieron los antecedentes que permitieron la alternancia del 2000. Sin embargo, la transición a la democracia no concluyó con el ascenso del PAN al poder, sino que, en rigor, en esa fecha se inicia la etapa más importante de dicho proceso. Así como la transición democrática en España comenzó con la muerte de Franco, y la chilena con la terminación del régimen militar de Pinochet, la transición hacia la madurez democrática en México continúa después del fin de la era del partido hegemónico no ideológico (Sartori). Nuestra democracia está en formación, en crecimiento, en tránsito; no es un asunto concluido. Por el contrario, dado que la consolidación de la democracia mexicana apenas se vislumbra en lontananza, la crítica de su deficiente desempeño resulta ineludible.
Es claro que existen avances democráticos innegables en materia de instituciones electorales y del pluralismo resultante de ellas; en ampliación de la libertad de expresión y en aumento de la transparencia; en respeto a derechos humanos y en politización de la sociedad. Obviamente, la “monarquía sexenal absoluta” quedó atrás, como lo señaló Enrique Krauze en la conferencia mencionada. No obstante, aún es patente la presencia de la herencia autoritaria en todos los terrenos de la política nacional, incluido el ámbito electoral, donde se siguen cometiendo un sinnúmero de irregularidades impropias de una “poliarquía” (Dahl), las cuales ponen en evidencia la distancia entre las leyes y las instituciones frente a la calidad de su aplicación y su desempeño.
La separación entre el país legal y el país real sigue siendo inmensa. De igual forma, el control de la información en medios electrónicos, el corporativismo y el clientelismo, la corrupción y la impunidad, son lacras no superadas. Estamos todavía mucho más cerca de un estado de chueco (Zaid) que de un auténtico estado de derecho. Actitudes y conductas propias de la mentalidad autoritaria siguen enquistadas en la cultura política del país.
En un texto titulado Las ilusiones acerca de la consolidación, Guillermo O’Donnell muestra la manera como la herencia autoritaria puede anular el buen funcionamiento de las instituciones democráticas. La confusión entre las esferas pública y privada, la falta de una adecuada rendición de cuentas en los poderes Ejecutivo y Legislativo, así como en los partidos políticos, erosiona la legalidad y propicia la corrupción (Larry Diamond, et.al., Consolidating the Third Wave Democracies, pp. 49-53).
Ante la baja calidad de la democracia mexicana, es indispensable renovar la “pasión crítica” de Octavio Paz frente al régimen, no caer en la complaciente aceptación de sus múltiples defectos. Además de ser un ingrediente esencial e irrenunciable de la democracia, la crítica es asimismo la única vía para el perfeccionamiento de nuestra deforme democracia.
Fuente: Apro