De lo que se pierden

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Por Pedro Miguel

En primer lugar, se pierden el sentimiento de pertenencia a un Estado que por primera vez en muchas vidas se orienta a servir a la población. Y se pierden de sentirse parte de esa población que en indiscutible mayoría respalda a su gobierno y aprueba lo hasta ahora realizado.

Se pierden el viento fresco del cambio: esa reconfortante sensación de que, independientemente de las direcciones, este país está orientado en una que no tiene precedente que pueda ser recordado por ninguna persona viva. “Son iguales a los anteriores”, dicen, tras una sesuda formulación que maltrata la historia con tal de seguir aferrados al odio.

O bien: “no, no son iguales; son peores”, afirman, y para ello tienen que venderle el alma al demonio de la analogía y homologar, por ejemplo, al que inició una guerra con el que se esfuerza en terminarla. O bien, “son tan distintos que son comunistas”, en una aseveración tan delirante que magnifica el saco del comunismo hasta lograr que quepa en él cualquier acto de gobierno que acote privilegios y desigualdades o que anteponga el interés general al particular. Vamos, en esa lógica hasta el cobro de impuestos tendría que ser calificado de invento bolchevique.

Se pierden de tomar parte en el festín de libertad y democratización que vive el país, al que califican como deriva autoritaria, militarista y hasta dictatorial. Se duelen del equilibrio de poderes que se vive en México por primera vez y lo caracterizan como presidencialismo exacerbado y opresor.

Se pierden la esperanza que siembra la contención y remisión de los índices delictivos y de la exasperación por la lentitud del proceso; por el contrario, lo que les exaspera es que en este sexenio no haya el doble de homicidios diarios de los que había con Peña, porque si así fuera podrían usurpar con cierta credibilidad las causas de la paz y los derechos humanos.

Les pudre el buen desempeño de la economía mexicana en el contexto mundial, y en lugar de alegrarse por la estabilidad cambiaria, el flujo sin precedente de inversión extranjera, el control de la inflación, la recuperación salarial, el aumento del poder adquisitivo, la ausencia de endeudamiento y la mitigación del desempleo, ruegan todas las noches a Dios o al Diablo por una turbulencia catastrófica como las que provocaron los gobiernos de Salinas y Zedillo.

Se pierden la paz de espíritu que aporta saber que por primera vez en la vida el país está ayudando a millones de agricultores y de jóvenes y retribuyendo a sus viejos con una pensión universal. Tienen el descaro de practicar abigarradas coreografías conceptuales para decir con toda la boca que este gobierno no hace nada por los pobres; fabrican evaluaciones tecnocráticas, mediciones truqueadas y diagnósticos falaces para concluir que los programas sociales no han tenido incidencia en los niveles de vida de las mayorías y que aun los han reducido. Bueno, con eso salen los más letrados de entre ellos; otros, con menos barniz académico, maldicen pues “cómo es posible que se usen nuestros impuestos para mantener a huevones”.

Se pierden la tranquilidad de saber que los grandes capitales nacionales y extranjeros no están, en su mayoría, confrontados con el poder político y que el poder político los respeta, pero no se arrodilla ante ellos.

Les duele profundamente, vaya paradoja, la certeza de que pueden decir lo que les dé la gana sin que el poder público ejerza en su contra coerción o venganza, y sin más consecuencias que el atenerse a la réplica y el echarse encima el descrédito y el repudio social. Y en lugar de ahondar en la polémica por los asuntos de fondo, sean cuales sean, se tiran al suelo y se declaran víctimas de represión y de censura.

Les encanta que este gobierno no haya imputado a mandatarios, usurpadores y gobernantes anteriores; y no es que sean enemigos de las represalias, sino porque así se sienten legitimados para afirmar que hay pactos, encubrimientos o falta de voluntad para combatir la corrupción. Pero cuando se procura justicia contra algún ex funcionario corrupto, califican el hecho de persecución política.

Se pierden el orgullo por haber restaurado la soberanía nacional y los principios tradicionales del país en materia de política exterior, inventan victorias contundentes de Estados Unidos sobre México, se imaginan claudicaciones de Palacio Nacional ante la Casa Blanca y, desde luego, aplauden escrupulosamente cada descalificación a nuestro país procedente de Europa, cada una de las idioteces que profieren políticos estadunidenses racistas y cada insulto de golpistas bolivianos y usurpadores peruanos.

Pero, sobre todo, se pierden la satisfacción de los nacos, los jodidos, la prole, los ­chundos, los pelados, al saberse incluidos, reivindicados, escuchados, respetados y atendidos en sus necesidades más urgentes y en sus aspiraciones de décadas. Es entendible. Ellos se lo pierden.

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