Crónica de un instante negro

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El poeta Rubén Mejía, editor de Ediciones del Azar, fue víctima de un asalto armado en su propia casa, en la ciudad de Chihuahua. En el siguiente texto relata los momentos terribles que vivió por el temor a perder la vida. Narra la experiencia en primera persona, una situación que han padecido las víctimas de asaltos similares en plena impunidad.

¿Podré morir sin saber algo más de lo que sabía antes de nacer?

Se abalanzó sobre mi mente y mi cuerpo como una sombra pétrea, contundente. Sobre todo negra. Con una escuadra en relieve en medio delos ojos huecos, rellenos de vacío.

–Ya valiste madres.

El instante irreal estalló en miles de partículas de miedo, por ambas partes.

–Deja de gritar como una niña.

–Y tú deja de amagarme con la pistola, ¿qué quieres?

–¡Híncate, cabrón!

Su cómplice, el que había tocado en la reja, ya me amarraba de manos y pies con el cordón de la lámpara y los cables de las computadoras.

–Y no quiero que nos mires, no nos veas. ¿Hay alguien más en la casa?

–No, estoy solo.

Tirado en el suelo, primero fue su pie sobre mi rostro, luego una venda –mal puesta– sobre los ojos y finalmente un objeto que supuse era una caja de cartón, pero más tarde reconocí como el libro de Don Quijote glosado porDrumond de Andrade y con dibujos de Portinari que está a la entrada de mi changarro.

La noche era para mí, por primera vez, una sombra inclemente.

–Te pasaste de lanza con la morra de otro.

–Te equivocaste de hombre. Yo no me meto con las mujeres de otros.

–Trabajas en el gobierno.

–Nuncahe trabajado en el gobierno. Soy un escritor de poemas y he sido un editor independiente de literaturacasi toda la vida. ¿Es eso un delito?

–Dime dónde tienes la cartera, puto–unos toques eléctricos recorrían mi brazo derecho y una punta filosa se paseaba por mi cuello–. ¿En cuánto valoras tu vida, pinchi ruco?

 

Es un martes, son pasadas las 22 horas y es un 22 de julio, cuando tocan varias veces en la reja. Supongo que es un vecino o una persona necesitada de ayuda. Terminode revisar unas galeras en la pantalla de la computadoray estoy apunto de imprimirlasdigitalmente para su tirajeen offset al día siguiente.

 

Bajo la luz de la lámpara de pie, veía ciertos detalles de su vestimenta y lageneraciónturbulenta de susmovimientos.Podía imaginarlos. Eran dos muchachos, mayores de veinte, menores de treinta.

–Yo sé todo de ti, pendejo. Todo.

–De mí no sabes nada y no levantes más falsos. A ver qué sabes de mí. Dímelo.

–Aquí el que hace las preguntas soy yo.

La patada, al nivel de los riñones, fue la más inclemente, de las que dejan  huella.

–¿Dónde tienes las tarjetas de crédito?

–No utilizo tarjetas de crédito.

–Si no me dices dónde tienes las de crédito, te corto un dedo, cabrón.

–Ya te dije, no uso tarjetas de crédito.

–¿Te sabes el abecedario, pendejo?

–Sí me lo sé, no es necesario ser escritor para saberlo.

–¿Cuál es la última letra del abecedario?Dime, puto, ¿cuál es?

Dudé antes de responder, podía ser la trampa final.

–Es la zeta.

–Eso soy: un Zeta. Y además tengo charola.

 

Yacía en el piso, pero a la vez me percibía  flotando entre un aire enrarecido, jalado por alguna sombra. Se oía el tic tac de un reloj que nunca antes había escuchado.

 

Su cómplice subía y bajaba las escaleras, parecía husmear por todos los rinconesy voltear al revés todos los espacios.

–Ahora vas a decirme la combinación de la caja fuerte.

–No hay ninguna caja fuerte, pueden voltear la casa al revés y no van a encontrarla. Aquí sólo hay libros y discos. Son los únicos bienes.

Otrogolpese vaciósobre mi costado.

–¿Dónde tienes la chequera, cabrón?

–Hay una chequera en la recámara de arriba.

Seguía tirado en el suelo, mal amordazado, próximo a la puerta de entrada donde recibí la primera embestida. Se turnaban para no dejarme solo. Mascullaban frases por un radio de comunicación.

–Vas a decirnos dónde guardas los cheques. Agárralo de los pies –le ordenó a su compañero, a quien le decía “pareja”.

Como a un cerdo desollado, entre los dos me subieron por las contadas escaleras, un marrano pendiente de un palo y a punto de cocimiento (pero ¡qué cochinos, qué cerdos!). Entramos a la recámara y me arrojaronsobre el único sillón. Les señalé, sin ver, el rincón derecho.

–Ahí busquenla chequera, está dentro de un libro.

–Aquí sólo hay un montón de cajas de películas, no quieras vernos la cara.

–Entre las películas hay unas tapas de un libro que dice Borges.Bueno, si es que sabes leer. Ahí está adentro.

 

Los hombres delnuevo siglo, los niños que nacen hoy, ¿cómoabsorberáneste legado de odiosin pausa, absoluto? ¿Cómo vivir en libertad conestanegración?

 

–Hazme el cheque. ¿Eres derecho o izquierdo?

–Soy derecho.

Me quitaron por un momento la venda y me desataron una mano.

–No levantes la vista, güey, no nos veas.

Busqué la pluma que siempre llevo en la bolsa derecha del pantalón, era el único objeto que aún permanecía ahí.

–¿A nombre de quién hago el cheque?

–Ni modo que a mi nombre, ¿quieres que te diga quién soy, pendejo?

–No sé, tú dime a nombre de quien lo hago.

–Hazlo al portador por cincuenta mil pesos.

–Al portador y por cincuenta mil pesos –le dije con unasonrisa clavada en la chequera–no vas a poder cobrarlo. Además no creo que haya esa cantidad en lacuenta.

–¿De cuánto se puede cobrar un cheque al portador? Tú debes saber, ¿de cuánto?

–Yo no sé, soy escritor, no contador.

Lasombra férrea que me había golpeadoen la noche silenciosa, parecía desmoronarse como un montoncito de piedras.Mas insistía en su rudeza.

–Hazlo por veinte mil y ay de ti si lo haces mal, si quieres pasarte de listo.

Hice el cheque y se lo extendí. Los balbuceos persistían a través de un radio.

–Te retendremos hasta mañana,hasta cobrar este cheque. Son órdenes de arriba.

–¿Órdenes de quién? No mientas más, acaba de una vez con esta farsa.

 

Esto es México, el estado:Chihuahua, la ciudad: Chihuahua y estoes en michangarropetite, apenas visible, que tiene a la entrada un dibujo de Felipe conunos versos del poema La casa:

“Tienes las llaves en la mano. Pasa, esta es tu casa. La casa del poema”.

 

El otro, el que apenas había hablado, se quedó a solas conmigo por dos o tres minutos.Tendido bocarriba sobre la alfombra de la recámara podía versu juventud movediza por debajo de la venda. Tendría unos 22 o 23 años, la edad de mi hijo.

–Aparte de hacer esto, ¿tú a qué te dedicas? –No me respondió, aproveché su silencio–. Dile a tu compañero, que sigue muy nervioso, que no va a ganar nada si me llevan con ustedes… ¿Tú, qué quieres de la vida…? ¿Quieres saber qué quiero yo? Tiempo para terminar de escribir unos libros que sean dignos de ser leídos porlos hombres, sobre todo por los hombres jóvenes, como mi hijo y como tú… Eso es lo que quiero.

Percibí que se inclinaba un poco. Me dijo en voz baja:

–No no lo vamos a llevar, pero ya cállese–. Y me echó encima el sillón y aventó alguna ropa más sobre mi cara.

Enseguida escuché la voz del otro:

–¿Dónde tienes la factura de la camioneta?

–No lo sé, debe estaren la biblioteca, en el único archivero. Ahí búscala.

–Este es tu día de suerte,no te vamos a llevar. Dale gracias a Dios.

Me amarraron con otros cables y me metieron un trapo en la boca. Apagaron la luz de la recámara.No fue difícil desatarme. Eran los cables del teléfono. Tenía molidos el alma y el cuerpo. Reconecté la línea telefónica e inicié la serie de llamadas: a mi mujer de todosmis días, a mi hermosafamilia, a mis amigos entrañables,a quienes me aman y yo amo, e incluso, de algún modo, a mis padres que me protegieron en el instante negro con su halocenital y amoroso.

A los pocos minutos, llegó una decena de camionetas de la policía, alternando sus luces rojas y azules, enceguecedoras. Llegaron asimismo los interrogatorios, múltiples e idénticos, los expertos en balística y los peritos en huellas digitales,más una denuncia que aún no termina.

Podría agregar un recuento de los daños y hablar del gran botín frustrado (la camioneta fue abandonada a menos de un kilómetro y el cheque no pudieron cobrarlo). Me despojaron de los equipos de computación, pero no me arrebataron el goce expandido de la vida. Y me quedo con el aroma de lo recuperado y que, por un momento, creí perdido: la versión final de mipoemario que,gracias alazar, había grabado siete días antesen una memoria.

 

Toda la vida he sido un hombre agraciado y agradecido. Ahora lo soy más que nunca.

 

[rubén mejía
-30 de julio de 2014

 

 

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