Carta abierta a Miguel Ángel Mancera

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Por Ignacio Solares

Por donde van a pasar los hechos pasan antes las palabras. Carl Gustav Jung decía que los escritores habían conseguido –en ciertas ocasiones privilegiadas– bajar del inconsciente colectivo algunos arquetipos que resultan fundamentales para entender el comportamiento de los seres humanos.

Así, por ejemplo, Cervantes bajó el quijotismo, Zorrilla el donjuanismo, Sade el sadismo, Flaubert el bovarismo, etcétera. Julio Cortázar consiguió bajar un momento arquetípico en La autopista del sur que nos concierne muy directamente a los habitantes de la Ciudad de México: quedar atrapados dentro de un automóvil en un embotellamiento de tránsito. Y aun le dio al relato una vuelta de tuerca que nos cae al puro pelo: “Una sucursal del infierno es quedar encerrado en un auto que no avanza”. Lo reitera en otro párrafo: “El calor dentro del auto se sumaba a ese tiempo a ras de neumáticos para que la inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor a gasolina, smog, gritos destemplados, brillo del sol rebotando en los parabrisas y en los bordes cromados, y para colmo la sensación contradictoria del encierro en plena selva de máquinas pensadas para avanzar”.

Ese infierno, lo sabe usted bien, no conoce distinción de posturas políticas o de condición social o económica. Quizá de veras por donde van a pasar los hechos pasan antes las palabras y Cortázar, sin saberlo, estaba escribiendo una crónica de lo que sucedería más de medio siglo después en nuestra ciudad. Así de misteriosos son la historia humana y el inconsciente colectivo, de donde, decíamos, extraen los escritores sus textos más inspirados.

Pero buscando material sobre el tema, descubrí que ese momento arquetípico tenía algunos antecedentes. Hay uno en especial que me impresionó sobremanera. También se lo recomiendo para que, quizás, entienda usted un poco mejor a los habitantes de la ciudad a la que gobierna. Se titula Los cautivos de ­Longjumeau, de Léon Bloy –incluido en la Antología de la literatura fantástica, de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo–, en donde una conflictiva pareja sube, en París, al compartimento privado de un tren que no arranca por más que esperan, y que nunca arrancará. Tratan de salir, pero las puertas están cerradas por fuera. No les queda más remedio que sentarse y esperar. Supuestamente, la pareja permanecerá ahí toda la eternidad a causa de sus pecados imperdonables –Léon Bloy era un irredento católico–, ya que –lo dice textualmente– “el infierno es querer moverse dentro de un aparato móvil y no conseguirlo de ninguna manera”, algo que puede llegar a grados insoportables en las personas que padecen claustrofobia.

Lo mismo que nos dice Cortázar: El infierno es permanecer encerrados dentro de una máquina pensada para avanzar.

En estos días prenavideños, en que aumenta el tráfico en forma considerable, y con cerca de medio millón más de autos que usted puso a circular por nuestras calles –además de las consabidas manifestaciones y obras viales a medio terminar o apenas empezadas, y la cantidad de paraderos con autobuses en doble y triple filas e inmensos vehículos de doble remolque circulando a horas pico–, pensé que quizá si usted tuviera que hacer los recorridos diarios que, sin remedio, hacemos la mayoría de los defeños, y además, perdóneme, padeciera claustrofobia, no nos sucedería lo que nos está sucediendo. Es muy difícil comprender un dolor ajeno que nunca se ha padecido.

Vivo a una cuadra de avenida Universidad, casi en su cruce con Miguel Ángel de Quevedo. El sábado pasado, para llegar a la Glorieta de los Coyotes, que está en ese cruce, hice casi una hora porque, como era de temerse, el centro comercial Oasis enloqueció la zona. ¿Y sabe cuántos agentes de tránsito había en esa esquina? Ninguno.

¿No lo pudo usted prever al dar el permiso para la construcción del Oasis (hasta su nombre es parte de la burla), o poner las medidas adecuadas para que no sucediera lo que ocurre? Todo en la vida –desde lo personal en lo cotidiano hasta las más altas empresas– es cuestión de planeación. Algo que, por lo visto y padecido por nosotros, usted desconoce.

Le quedaba una supuesta disculpa: que la decisión de las autoridades capitalinas se tomó después de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación dictó sentencia a un amparo interpuesto por un ciudadano para permitir que los hologramas de verificación se determinaran con base en las emisiones del vehículo y no en el modelo del mismo, como establecía el programa original.

Pero oh decepción –ni de ese “pecado mortal” se salvó, como diría Léon Bloy–, porque por una nota del periódico El Universal nos enteramos de que Tanya Müller, secretaria de Medio Ambiente, señaló que el cambio ordenado por la Corte ¡ya estaba en los planes de la Comisión Ambiental de la Megalópolis (Came), y que la medida sólo aceleró la operación! O sea que el infierno que provocarían los casi medio millón de autos más en nuestras calles ya estaba fríamente calculado, y que no nos íbamos a librar de él de ninguna manera. Qué sadismo (a propósito de arquetipos) de usted y sus colaboradores.

Si de veras tiene usted pretensiones presidenciales para el 2018, le sugiero que haga algo para no quedar como el jefe de Gobierno que paralizó y asfixió a la Ciudad de México.

Fuente: Proceso

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