Montemayor: las mujeres de Madera

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Las mujeres del alba, la novela póstuma de Carlos Montemayor (Parral, 1947-Ciudad de México, 2010) corona la trilogía iniciada con Las armas del alba (Joaquín Mortiz, 2003) y La fuga (FCE, 2007). En conjunto, recupera literariamente una época de la historia reciente marcada por la represión hacia los grupos que intentaron llegar al poder mediante las armas.

Si en Guerra en el paraíso (Diana, 1991) el autor se ocupó de la vida de Lucio Cabañas en Guerrero, con Las mujeres del alba salda una cuenta personal pendiente, al narrar el intento de asalto al cuartel militar de Madera, Chihuahua, el 23 de septiembre de 1965.

Montemayor narra los hechos desde el punto de vista del sexo femenino, como una forma de rendir homenaje a quienes acompañaron –y protagonizaron– el episodio daría origen a la Liga Comunista 23 de Septiembre, cuyo nombre conmemoró a quienes ofrendaron su vida por sus convicciones políticas.

Los siguientes son dos fragmentos de la novela:

Madera, sierra de Chihuahua
(23 de septiembre de 1965)

MONSERRAT, LA MADRE

“Son ellos”, pensé desde que oí el primer disparo. Sentí que había despertado antes, que lo estaba esperando. En la oscuridad de la habitación me di cuenta de que mis hijos se habían incorporado, que permanecían sentados en la cama; adivinaba sus miradas. Oíamos el tiroteo y explosiones, gritos. Por varios momentos sentí que estaba mareada. Se acercó mi hija mayor, Monserrat, y me tomó de las manos. La abracé y acaricié su pelo; un temblor recurría su cuerpo. Mis hijos más pequeños seguían sin moverse, en la cama. Me vestí lo más rápido posible. “Ya pasó lo que iba a pasar”, les dije. “Levántense, mis hijos, porque tenemos que salir, no nos podemos quedar aquí”. Los ayude a vestirse y luego me ocupé del más pequeño, de Trini, que apenas tenía un año. Me asomé por la ventana; dejé que mis hijos también se acercaran. La gente corría afuera y el tiroteo continuaba a lo lejos. Vi la pisa de aterrizaje vacía, sin movimientos, muy cerca de nuestra casa. Pregunté si les daba de comer algo, pero los niños no querían, tenían miedo, no sabían qué pasaba. También a lo lejos sonó el silbato del ferrocarril. Yo sabía que eran ellos. “¿Cuándo habrán llegado?”, me preguntaba. Pero no quería pensar mucho. Salvador, mi marido, me lo había advertido. Debía hacer lo que me había dicho. Dejamos de escuchar los disparos cuando había aclarado la mañana. “Ahora mis hijos, salgamos”, les dije. Yo llevaba en brazos al más pequeño. Hacía mucho frío. Todo estaba húmedo, porque había llovido. Cuando dos dirigíamos a la casa de mi cuñada Albertina, volvimos a escuchar más disparos. La gente estaba en las calles, mirando hacia los cuarteles. “Atacaron a los soldados”, exclamaban con preocupación. Yo sabía que la lucha era en el cuartel, que ahí tenía que ser. No saludé ni me detuve con nadie; yo iba concentrada en avanzar con mis cinco hijos. Cuando llegamos a la cada de mi cuñada, no me sorprendió verla afuera. La vi a los ojos y entendí lo que ocurría. “Temo que ahí estén mis hermanos Salomón y Salvador”, me dijo. “Claro que están”, pensé yo, pero nada respondí. “Tengo que esconderme, no tardarán en buscarnos”, le dije. Nos llevaron a la troje; estaba llena de maíz, aperos. Nos trajo algo de comida y un pequeño aparato de radio. “Tenía que ser así”, le comenté. “Los hombres piensan que son los únicos que viven y mueren”, respondió con miedo y con presentimiento. “Todos morimos”, le contesté. “Pero unos sufren más”, repitió. “Yo creo que sí, pero no importa ahora”, insistí. “Ellos se van al monte o se mueren, pero tú tienes que esconderte”. Tenía razón, pero había muchas cosas que hacer; no había tiempo para hablar. Si Salvador moría, yo sufriría mucho; si escapaba con vida, sufriría más, él me lo había dicho. Albertina abandonó la troje y cerró la puerta. Mis hijos estaban desconcertados y me miraban. “Enciende el aparato de radio”, le pedí a mi hija mayor. “Enciéndelo para saber qué dicen, para saber qué nos está pasando”.

LUPE

Yo tenía un pequeño radio, muy viejo, que estaba oyendo en la casa de mis tíos en la colonia Anáhuac. Interrumpieron la transmisión y el locutor informó que habían asaltado el cuartel militar de Ciudad Madera, que el ejército estaba esperando el ataque de los guerrilleros y que no había sobrevivido ninguno de los asaltantes. Yo sentí que me desmayaba. Sentía un zumbido en los oídos, un estremecimiento que me sofocaba. Quería llorar o gritar. Me resistía a aceptar que habían caído todos. No era justo. Sufría por Pablo, mi guía, el guía de tantos, de muchos. Debían vencer, porque el mundo iba a cambiar. Perder todo de pronto, no no era creíble. No se había encendido el fuego, no había cambiado el mundo. En la ciudad de Chihuahua fui con Pedro Muñoz Grado. Sólo tenía la información que transmitían en las estaciones de radio. Había hablado con compañeros del sindicato de maestros para reclamar el cuerpo de Pablo Gómez. No sabía más ni de los que habían atacado ni de los que habían muerto. “Por ahora no me busques ni me llames. Como si no te conociera, ¿entiendes?” Salí a la calle y sólo pensé en ellos. Yo no entendía. Comencé a sentir miedo, o un mareo. Era náusea, desilusión. Circulaba una edición extra de los periódicos, una sola hoja con fotografías. Ahí estaba Pablo. Estaba Salomón. No podía leer. No podía ver bien. Estaba llorando, sin gemir, sin gritar, como si sólo respirara”.

(Carlos Montemayor. Las mujeres del alba. Editorial Mondadori, Ciudad de México, 2010, 230 p.)

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