Apatzingán ausente

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Por Denise Dresser

Érase una vez un país en el que la policía federal ejecutó a 16 personas a sangre fría. Un país en el cual las fuerzas del orden gritaron “Mátenlos como perros” y lo hicieron. Un país donde los supuestos criminales – participantes en un plantón en el Palacio Municipal – no portaban armas largas y las que cargaban estaban registradas y las pusieron en el piso. Ninguno disparó. Protestaban porque habían sido empleados por el gobierno como Fuerza Rural, luego disueltos y sin recibir pagos pendientes. Y acabaron, junto con sus familiares y transeúntes del lugar, acribillados. Asesinados. Ejecutados. Ultimados en Apatzingán. Y después de todo ello, ese país calló.

Érase una vez un país en el cual una mañana 20 camionetas de policías federales salieron de su cuartel, y con el rostro cubierto, vestidos de negro, tomaron la plaza. Balearon a quien se encontraron a su paso. A hombres desarmados, a jóvenes arrodillados, a mujeres indefensas. Patearon. Insultaron, Gritaron “¡Cállate, hija de tu puta madre o te vamos a matar”. Gritaron “Esos güeyes están herios, hay que rematarlos!”. Dejaron tras de sí a una familia abrazada, tirada, acribillada, desangrándose. Plantaron armas. Impidieron el traslado inmediato de heridos a centros hospitalarios. Repartieron cadáveres en Semefos que no eran de Apatzingán. Diez días después los supuestos criminales detenidos en el “operativo” fueron liberados por falta de elementos probatorios. Entre ellos una mujer embarazada y una muchacha con retraso mental. Y ese país calló.

A pesar de las videograbaciones, a pesar de los testimonios en audio de 39 personas revelando que la policía federal había disparado contra civiles desarmados. A pesar de que han transcurrido más de tres meses desde esa madrugada. A pesar del magnífico reportaje de Laura Castellas sobre lo ocurrido. Seis días después el entonces Comisionado de Seguridad – Alfredo Castillo – se limitó a decir que había sido “fuego cruzado”. Y esa “verdad histórica” fue la que persistió hasta ahora. “Verdad” invalidada por una reconstrucción minuciosa de hechos basada en entrevistas con sobrevivientes, con testigos circunstanciales, con personal hospitalario de la zona, con empleados de la Semefo.

Sólo tres medios – Aristegui Noticias, la revista Proceso, y el noticiero Univisión – se abocaron a informar sobre lo sucedido. A diseminarlo. A airearlo, como ya lo había hecho Reforma, con la esperanza de que eso llevara a aclaraciones contundentes, investigaciones creíbles, castigos públicos. Pero eso no ha sucedido. Ante Apatzingán hay un pesado silencioso, una ausencia inexplicable, un hoyo negro: mediático y político. Ante Apatzingán lo único que queda claro es el modus operandi de un Estado que actúa así, una y otra vez. Demostrando que la violencia perpetrada desde el poder no es un hecho aislado sino un patrón persistente.

Habrá quienes justifiquen la matanza, argumentando que era merecida. Que los caídos eran criminales. Que el video “no muestra nada, no hay un solo hecho contundente” como ha dicho el comisionado Nacional de Seguridad, Monte Alejandro Rubido. Que “La mayoría de las personas fallecidas el 6 de enero fueron blanco de sus propios compañeros”. Pero estos argumentos ignoran un hecho insoslayable: el uso desmedido y abusivo de la fuerza por parte de la policía federal. La arbitrariedad de su comportamiento en el momento de lidiar con civiles. La cerrazón de un gobierno que da una versión distinta de los hechos, pero no ofrece las pruebas imprescindibles para constatarla. Como en el caso de Tlatlaya. Como en el caso de Ayotzinapa.

Y ahora Alfredo Castillo, premiado con la Comisión Nacional del Deporte, juega pádel y evade su responsabilidad. Y ahora el Estado mexicano niega tenerla. Pero allí está en los artículos 7, 28 y 30 del Estatuto de Roma – que rige a la Corte Penal Internacional – el crimen de lesa humanidad que el gobierno, vía la PFP, cometió. “Ataques generalizados” contra una “multiplicidad de víctimas” civiles. Ataques consumados con “intencionalidad” por parte de “fuerzas” bajo el mando de una autoridad. Mientras tanto, Osorio Chong ha ofrecido una indagatoria “a fondo” que seguimos esperando. Mientras tanto, diversos funcionarios se dedican a desacreditar a la periodista que reconstruyó los hechos sobre los cuales nadie quiere hablar. Dicen que es periodismo “amarillista que le pone adjetivos a la gente”. Pues aquí va un adjetivo ineludible para Alfredo Castillo: “Responsable”. Y habrá que encararlo como tal, para que Apatzingán no sea una ausencia sino una toma de conciencia.

Fuente: El Siglo de Torreón

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