Anaya los representa

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Por Pedro MIguel

“Si tocan a Ricardo Anaya nos tocan a todos”, dicen los prianistas, y tienen razón: los cargos que enfrenta Anaya se derivan de su papel en la aprobación de la reforma energética, que fue la piedra de toque del neoliberalismo corrupto en el que estuvieron involucrados.

“Estamos respaldando a Ricardo Anaya, porque si tocan a Ricardo Anaya nos tocan a todos”, afirmó muy enérgica la vicecoordinadora de la bancada panista en el Senado, Kenia López. Y sí: si tocan a Anaya tocarán también a buen número de integrantes de la camarilla oligárquica que se hinchó de dinero a costillas del erario en los sexenios del pasado reciente, no pocos de los cuales participaron en cuando menos alguno de los grandes saqueos del peñato: la campaña presidencial de 2011-12, la reforma energética, la estafa maestra, los desfalcos a Pemex. Y además, entre la administración de Peña Nieto y la de Felipe Calderón el modelo de corrupción generalizada y obscena sufrió ajustes, pero no modificaciones de fondo y a veces, ni siquiera cambió de beneficiarios.

Anaya, como Javier Lozano, José Antonio Meade, Miguel Ángel Yunes Linares y otros –señalados por su presunta participación en episodios inequívocamente delictivos– son ejemplares característicos de la continuidad prianista, individuos que participaron desde diversos cargos y niveles en la aplicación del neoliberalismo en México y que recibieron por ello jugosos premios.

Cuando en 2018 esa oligarquía pasó por pleitos y jaloneos internos por el afán de conservar la Presidencia, varios de sus miembros destacados no dudaron en desnudar la corrupción de Anaya: Ernesto Cordero y Javier Lozano, que habían sido secretarios de Hacienda y del Trabajo en el espuriato de Calderón, la ex primera dama Margarita Zavala, el aspirante priísta Meade y el inolvidable Enrique Ochoa Reza (quien le hincó las uñas a la Comisión Federal de Electricidad al otorgarse un finiquito de un millón 200 mil pesos por haber dirigido dos años esa institución), entre otros, exhibieron públicamente y sin cortapisas los inmundos manejos financieros del entonces aspirante presidencial panista, quien libró la cárcel porque Peña decidió, en los últimos momentos de su gobierno, regalarle la impunidad.

Pero Anaya no perdió las elecciones por el impacto de esas revelaciones, sino porque, al igual que su rival priísta, carecía, más allá del continuismo neoliberal, de un proyecto de gobierno mínimamente creíble, y porque la sociedad estaba harta de esa casta de saqueadores de la que él es un magnífico representante: personas carentes de un mínimo sentido social y nacional; privilegiados que nunca en su vida conocieron las angustias y la zozobra de las clases populares; ignorantes de la historia y de la geografía; chicos de reflejos represores y excluyentes; practicantes del pensamiento único; creyentes del “fin de la historia”, de la “democracia sin adjetivos” y de otros embustes parecidos; líderes capaces de amanecer conservadores, travestirse de liberales para la comida, cenar como feministas y desayunar al día siguiente como activistas ambientales y de derechos humanos, o de pasarse del monetarismo al keynesianismo como quien se cambia de acera, todo conforme lo marcaran las necesidades del marketing político. Son la segunda generación de esos funcionarios y logreros que se acostumbraron a ver la política y el gobierno como algo más que un gigantesco pastel para engordar sus fortunas personales, y éstas, como mecanismos de acceso a puestos de poder.

Pero las actuales imputaciones contra el “chico maravilla” apuntan a un cruce de destinos en la corrupción particularmente vulnerable y peligroso para la casta en su conjunto, de modo que sus antiguos detractores tuvieron que tragarse unos antieméticos y salir en cerrada defensa del que se autodefine, con una inconsciencia casi conmovedora, como “perseguido político”. Los acompañan en la aventura los consabidos voceros mediáticos de la oligarquía que no tienen empacho en comparar a un sobornado prófugo con Nelson Mandela. Incapaces de comprender las transformaciones que ha experimentado México desde 2018 –y, lo más patético, convencidos de que el conjunto de la sociedad comparte su incomprensión–, quieren presentar el expediente contra Anaya como una maquinación presidencial, como si la relación entre la Presidencia y la Fiscalía General de la República fuera hoy la misma línea de subordinación que protagonizaron Enrique Peña y Murillo Karam o Vicente Fox y Macedo de la Concha.

“Si tocan a Ricardo Anaya nos tocan a todos”, dicen los prianistas, y tienen razón: los cargos que enfrenta Anaya se derivan de su papel en la aprobación de la reforma energética, que fue la piedra de toque del neoliberalismo corrupto en el que estuvieron involucrados y del que obtuvieron beneficios más que deshonestos, mientras la gran mayoría de la población era despojada y abandonada a su suerte.

Y muchos integrantes del PRIAN se movilizan en defensa de Anaya, al margen de las consecuencias judiciales que podría acarrearles el proceso, porque el acusado los representa.

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