Por Jorge Zepeda Paterson
México se está partiendo entre aquellos que ven a Peña Nieto como “el gran reformador” y aquellos que lo acusan de los todos los males y exigen su renuncia. Parecería que en la discusión pública sólo cabe la adulación al soberano o el discurso de los “agoreros de la desgracia”, como definió este viernes un líder empresarial a los que critican al presidente.
Entre estas dos versiones antagónicas e irreconciliables comienza a producirse un abismo infranqueable y, peor aún, sin vasos comunicantes. A los ojos de los críticos todo acto presidencial parecería confirmar la frivolidad o la ineptitud del mandatario; y por consiguiente se considera un borrego o un vendido a todo aquel que afirma que pese a todo podríamos estar peor o que más vale PRI por conocido que malo por conocer.
Del otro lado, los cuestionamientos que hacemos los críticos nos convierten en talibanes intransigentes, en aves de mal agüero. Exhibir, documentar o hablar de los males del sistema nos hace agentes de la destrucción y la inestabilidad, instigadores del anarquismo, profetas del apocalipsis. O como dijo algún columnista defensor del sistema: ¿y qué quieren?, ¿que nos vayamos todos de México?, ¿que lo tiremos a la basura?
Estas dos posiciones encontradas carecen de espacios de encuentro salvo los indispensables para descalificarse e insultarse. Cada uno se encierra en sus trincheras y se alimenta de sus propias burbujas. Nunca como ahora se ha ensanchado el divorcio entre lo que se informa en los noticieros de la noche con las “verdades oficiales” y las noticias y enfoques duros y descarnados que circulan en la blogosfera. Parecerían dos universos paralelos y antagónicos: justamente el de “Peña Nieto el gran reformador” o el “Peña Nieto ya renuncia”. Cada cual sigue a tuiteros, a páginas de Facebook, a columnistas, portales y blogs que confirman su visión del mundo, y elimina de su horizonte todo aquello que difiere de sus propias convicciones.
Desde luego que hay datos que no deberían omitirse por más que nos atrincheremos. Las encuestas dan cuenta de que Peña Nieto experimenta muy bajos niveles de aprobación (entre 38 y 40% de los encuestados). Eso confirma a los críticos que la mayoría de la población no apoya al presidente porque lo está haciendo mal. Nos decimos que 60% de los mexicanos no puede estar equivocado. De acuerdo, pero tampoco podemos desconocer al otro 40% y simplemente atribuir su opinión a que están siendo manipulados, son unos borregos o han sido comprados.
El problema con estas dos posiciones es que parecería no haber soluciones intermedias o posibilidad de conciliar las diferencias. Me da la impresión de que esta actitud ha permeado a los actores mismos. El propio círculo en torno a Peña Nieto ha asumido que no importa que hagan, va a ser criticado por “la envidia, la intolerancia o los intereses mezquinos”. Así que ya han dejado de hacer. Los veo cada vez más ensimismados en la burbuja de ese 40%, leyendo y escuchando exclusivamente a la prensa benigna, rodeados de aquellos que los aplauden, de la gente de bien que cree en México (es decir, en su presidente, en sus instituciones).
Que los mexicanos se partan en dos visiones tan viscerales y antagónicas es lamentable. Que el presidente de (en teoría) todos los mexicanos se compre esta visión y se encierre en uno de los dos bandos podría ser una tragedia. Los que tenemos alguna responsabilidad en la escena pública tendríamos que evitar que este abismo se siga ensanchando.
No, no creo que lo mejor para el país sea la renuncia de Peña Nieto. Ni es factible ni es conveniente. Entre otras cosas porque el problema no es el hombre sino el sistema. Los poderes de facto simplemente lo sustituirían por otro igualmente funcional a sus intereses, con la desventaja de una inestabilidad que perjudicaría a todos.
Pero reivindico la necesidad de cuestionar una y otra vez los excesos, los vicios y malas prácticas de su gobierno, porque estoy convencido de que sólo mediante la presión de la opinión pública y la intervención ciudadana, las élites de este país se verían obligadas a introducir cambios para disminuir la corrupción, la desigualdad o la injusticia. En efecto, México no es una dictadura militar y hay más apertura que hace treinta años. El sistema tiene muchos rasgos autoritarios pero está lejos de constituir un régimen represivo. Si así fuera no podría publicar lo que escribo en este espacio. Pero eso no quiere decir que debamos aceptar la miseria que se ceba en tantos, la corrupción ofensiva y la impunidad flagrante, las infamias que día a día se cometen en contra de los desprotegidos. El nuestro es un país profundamente desigual e injusto y todos somos responsables, pero nuestras autoridades están obligadas a ofrecer una respuesta.
Tenemos derecho a disentir, y ellos tienen derecho a ser juzgados y evaluados de acuerdo a todos sus actos y no sólo aquellos que confirman nuestras fobias y pesimismos. No en todo acto político o de gobierno hay un designio satánico ni mucho menos; pero tampoco en cada crítica hay un misil destinado a la destrucción. Mientras no lo entendamos continuaremos ahondado la intolerancia y la mutua indignación. No me interesa seguir indefinidamente confirmando las infamias de un sistema por demás imperfecto. Me resulta mucho más interesante revisar que podemos hacer para zanjar tales infamias. Y para ello tendríamos que comenzar a dialogar los dos méxicos en los que nos hemos convertido.
@jorgezepedap
www.jorgezepeda.net
Fuente: Sin Embargo