Yo sí cambié de opinión

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Por Epigmenio Ibarra

No se militariza al país -y por esto es que yo sí cambié de opinión- cuando se pone al ejército al servicio del pueblo. 

La derecha conservadora se une en torno a dogmas de fe que comparten solo las y los elegidos; dogmas que les hacen sentirse únicos a la vez que iguales entre sí.

Dogmas en torno a los cuales organizan su comunidad y que son la fuente del odio y el miedo que sienten contra aquellos, “los otros”, que no profesamos su misma fe.

Lo inmutable, lo monolítico es lo suyo.

Todo cambio es pecado, y quien, cuando las circunstancias cambian, se atreve a mudar de opinión, un hereje.

Yo me sacudí todos los dogmas hace muchos años. No pude con la religión ni tampoco con aquellos que asumían el marxismo -que es para mí una herramienta de transformación del mundo- como otra fe a la cual se sometían.Principios y convicciones que, la realidad y la razón nutren, rigen mi vida. También el corazón pone su parte; la compasión, el amor, el coraje. Intento asumir mis errores y -cuando es necesario- cambio de opinión.

Yo me opuse a la guerra de Felipe Calderón.

Esta cruzada, dije, la ordenó Washington y la libra un usurpador que pretende, a sangre y fuego, obtener una legitimidad de la que carece.

Desde el inicio de las operaciones advertí qué, el despliegue masivo de fuerzas, antes de frenar al narco, habría de empoderarlo.

Señalé qué, moviéndose como elefante en cristalería, el ejército no solo sería ineficiente, sino que pondría, además, a la población civil entre dos fuegos.
Dije también que la presión excesiva sobre los mandos los llevaría a convertir a la tropa en una fuerza tan criminal como aquella a la que decían combatir.

Esta guerra, qué, de antemano está perdida, insistí, abrirá heridas profundas y su herencia de violencia, afectará a varias generaciones de mexicanas y mexicanos.

Yo, que tantos años viví la guerra, quería a mi patria libre de esa calamidad. Fracasé. Como “es un monstruo grande y pisa fuerte” terminó devorándolo todo.

Contra la militarización, entendida como el despliegue de fuerzas de combate alce la voz. También contra las atroces y constantes violaciones a los derechos humanos perpetradas por soldados y marinos.

Y vino Enrique Peña Nieto y seguí en lo mismo; los militares, insistí, deben volver a sus cuarteles; no sin que antes, claro, sean llevados ante un juez, aquellos que participaron o fueron omisos y negligentes, en Ayotzinapa.

Fue este Crimen de Estado el último del viejo régimen.

“Los tiempos han cambiado y es otra nuestra realidad -escribió en 2017 Andrés Manuel López Obrador- no se debe desaprovechar personal, experiencia e instalaciones de las Fuerzas Armadas, para garantizar a los mexicanos el derecho a vivir sin miedo”

¿Y entonces?

¿Usar al ejército?

¿A ese brazo represor del viejo régimen al que veíamos como enemigo quienes estábamos con la izquierda?

¿Al que hizo la guerra que no era contra la droga sino por la droga como dice Gustavo Petro?

Ejército que no combate se corrompe; ejército que combate se corrompe peor, pensé entonces.

Si cambia mando, misión, doctrina, composición de la fuerza, orden de batalla de un ejército -sobre todo de uno nacido de una revolución social como el mexicano- puede transformarse también a una institución que no ha sido vencida y en la que, como me dijo un día López Obrador, “hay más generales como Ángeles que como Huerta”.

¿Para qué entonces encerrarlo en sus cuarteles?

¿Por qué ante el colapso de las policías -cooptadas casi todas por el crimen organizado- no ponerlo a cargo de la Guardia Nacional?

¿Por qué no dedicar a las mujeres y hombres que lo integran a trabajar por México, a construir la paz?

No se militariza al país -y por esto es que yo sí cambié de opinión- cuando se pone al ejército al servicio del pueblo.

@epigmenioibarra 

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