Solo una vez he hablado con usted. Empezó mal la breve conversación; terminó peor. Desayunaba yo en un restaurante. Unas mesas más allá, Manuel Camacho Solís se despedía de sus acompañantes y se disponía a salir. Al pasar cerca de mi mesa, me puse de pie. Apenas intercambiábamos saludos de rigor cuando usted nos interrumpió.
Venía furioso y, casi a gritos, increpó a Manuel. “Contento, Felipe”, le dijo Camacho, tratando de calmarlo. Yo intervine. “¿Y tú quién eres?”, me gritó usted para de inmediato añadir: “¡Ah!, el tipo de las telenovelas”; todos los comensales estaban atentos a la escena. Manuel me tomó por el brazo; nos alejamos. Lo dejamos ahí, en medio del salón, rabioso, patético, solo.
Así lo imagino hoy, pensando en que la justicia estadunidense, si se cumple, habrá de alcanzarlo. Alegar inocencia, decir que no sabía lo que su brazo derecho hizo durante 6 años, argumentar que no estaba enterado de la forma en que su amigo —con el que siguió teniendo relación— creó empresas de seguridad, de medios, compró bienes raíces en EU y en México a lo largo del sexenio de Peña Nieto, atenta contra la razón.
Me parece, señor Calderón, que sus afanes golpistas son por esto: le urge el fuero. Por eso buscaba —usando a su esposa— la reelección; por eso intenta derrocar a Andrés Manuel López Obrador. Necesita desesperadamente volver al poder para tener algo que ofrecer a Washington.
De omisión criminal o de complicidad con Genaro García Luna habrán de acusarlo —eso espero— los estadunidenses; yo lo acuso de perpetrar un crimen de lesa democracia.
Aliado con Elba Esther Gordillo, que operó en las casillas con un poderoso y fanatizado grupo de empresarios que le dio plata, con medios de comunicación que le sirvieron de plataforma, y con Vicente Fox, que metió ilegalmente las manos, usted se robó la presidencia en el 2006.
Lo acuso también de traición a la patria. Consumada la usurpación se sometió a los designios de una potencia extranjera y desató, por encargo, una guerra sangrienta e inútil.
Apegado a la vieja receta del fascismo convocó a una cruzada; erizó al país de fusiles. Con el terror y la histeria patriótica diluyó la protesta y obtuvo “legitimidad”. Con la sangre derramada intentó lavar su crimen; los medios olvidaron el fraude, avalaron su guerra.
Es cierto, yo hacía entonces —como ahora— televisión, pero a diferencia de usted he vivido la guerra; me han silbado las balas, he visto cuerpos destrozados por la metralla y a monstruos como usted —que sin correr jamás riesgo alguno— mandan a otros a matar.
Desde el primer momento lo denuncié: el despliegue masivo de tropas sería inútil; las fuerzas federales se corromperían y se moverían como elefante en cristalería; el poder de fuego del ejército obligaría al narco a hacerse de armas similares; la población civil quedaría atrapada entre dos fuegos.
Más aún: intactas la base social del narco, su fuerza financiera y también logística, su capacidad de reposición de bajas; y descompuestas las fuerzas federales por la violencia sin control, la guerra habría de prolongarse y provocaría la muerte de centenares de miles personas.
Las heridas, que dejarían a la nación destrozada, tardarían generaciones en cerrar. Washington pondría dólares y armas; nosotros los muertos, y mandos como García Luna se harían ricos.
Eso dije, eso dijimos muchos; eso pasó. Lo acuso, Felipe Calderón, de crímenes de lesa humanidad. Y declaro que no he de soltarlo hasta que lo agarren.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio