“Cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte
se dicen las verdades,
las bárbaras, terribles, dolorosas crueldades…”
Gabriel Celaya
Escribo con el corazón sobrecogido. Pienso en mis hijas. En Verónica, mi compañera. En mi madre. En mis hermanas. A todas ellas me debo. Por ellas soy lo que soy. Todas ellas maestras. Todas ellas guerreras y todas ellas, solo por ser mujeres, víctimas de distintos tipos de violencia: una feroz, otra enmascarada, otra sutil, pero siempre violencia.
Escribo pensando en las mujeres y las niñas asesinadas. En la saña brutal con que las matan. En el espanto que me produce saber que los feminicidas suelen ser cercanos a las víctimas. En la facilidad con la que los medios y algunos sectores de la sociedad las revictimizan, con que el poder las ignora y nosotros los hombres nos lavamos las manos.
Escribo mirándome a mí mismo en el espejo y pensando en cómo el machismo es para mí —pese a los intentos por combatirlo, por deshacerme de él— un mal endémico, una segunda piel. Una marca indeleble en mi corazón y en mi cabeza. Pienso en cómo esta mezcla precisa de soberbia, impotencia y frustración que provoca inexplicables estallidos de violencia nos es común a tantos y ha venido pasando de generación en generación.
Estoy, como mi patria herida, indignado, dolido, deshecho y sobre todo avergonzado. El crimen, que muchas ocasiones se produce en el seno de la familia, empieza en el espejo en el que todos los hombres nos vemos. No son otros los que ejercen la violencia contra la mujer; somos nosotros.
El pasado nos lastra, nos impide asimilar el hecho —que sentimos como una agresión— de que, en efecto, la mujer carga la otra mitad del cielo. Las victorias del feminismo han resultado una afrenta intolerable para los machos. Que la mujer brille, camine, viva sola y como le dé la gana la convierte, a los ojos de los hombres, en una amenaza.
El feminicidio, que ha sido en este país de machos una infame tradición, hoy se ha convertido en una epidemia incontrolable. La guerra, que sacraliza el machismo, que normaliza el horror y que siempre —los ejemplos sobran— se ceba con las mujeres es, me parece, uno de los factores que detonó la epidemia.
Los caciques de pistola al cinto dieron paso a los gobernantes y a los políticos corruptos que, como los hacendados, tenían derecho de pernada. El régimen, con el Tlatoani a la cabeza, era expresión, en la vida pública, del patriarcado que mantenía un férreo control en los hogares. Vino después el “presidente con huevos” y una violencia demencial se apoderó del país.
No culpo al pasado; busco la raíz para extirparla. No excuso a nadie. No me excuso tampoco a mí mismo. No creo en la “mano dura”, en la pena de muerte a feminicidas, en el despliegue inmediato de fuerzas policiales. Ni la violencia, ni la acción cosmética contendrán la epidemia. De escultores y no de sastres —decía Unamuno— es la tarea.
El enemigo a destruir, el feminicida, el violador, el abusador está en lo más hondo de nosotros mismos, en la estructura de una sociedad que ha regateado siempre a la mujer sus derechos y donde la impunidad ha sido, por demasiado tiempo, la única ley.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio