Por Pedro MIguel
El archivo de Wikileaks con los cables diplomáticos de Estados Unidos sobre México contenía 2 mil 995 documentos y pesaba unos 20 megabytes en texto plano. Incluso con la tecnología de 2011, cabía perfectamente en una memoria USB y hasta en la de un teléfono celular de gama media. Revisar esa información y encontrar en ella conjuntos que pudieran dar una base coherente a notas informativas y empezar a armar textos publicables –es decir, inteligibles para lectores no especializados– le tomó a un equipo de seis profesionales del periodismo más de dos semanas y dio pie para decenas de titulares de primera plana.
La autenticidad de la información estaba sustentada por el prestigio de la fuente –hasta la fecha, ni uno solo de los millones de documentos divulgados por Wikileaks ha sido desmentido ni cuestionado en su veracidad–, una organización pequeña pero pública, con un líder que tiene nombre y apellido y que ya por entonces era sujeto de una persecución implacable. Wikileaks había registrado su nombre de dominio 12 años antes y desde 2006 empezó a revelar información sobre delitos cometidos desde el poder por gobiernos y que había permanecido oculta. En 2010, para cuando se dio a conocer el documento llamado “Asesinato colateral” –uno de los más contundentes testimonios sobre los crímenes de guerra perpetrados por Estados Unidos en Irak–, Assange había ganado ya varios premios de periodismo por su trabajo informativo.
La organización y su fundador tienen una concepción articulada y pública acerca de su tarea: la difusión de la verdad es un poderoso instrumento de las sociedades para evitar los excesos y atropellos de los poderes políticos y económicos y una herramienta de libertad. A la mitad del camino, Assange sumó a la lista de poderes abusivos el mediático, el cual suele ser extensión y cómplice de los otros dos. Y no ignora que la máxima concentración de esos tres factores se llama Estados Unidos, cuyo gobierno es la principal fuente de violaciones a los derechos humanos, sociales y nacionales en el mundo.
Ni Wikileaks ni su fundador han buscado causar impactos políticos determinados en ningún escenario nacional; han confiado en que la fuerza de la verdad es capaz de impulsar por sí misma las causas de la democracia, la transparencia y el empoderamiento social y ciudadano. Wikileaks no cobra ni ha cobrado a nadie por la información que divulga, sea por canales propios u otros medios. La organización se ha sostenido con donaciones voluntarias y con los derechos de autor correspondientes a publicaciones del propio Assange y de algunos integrantes del equipo.
La entidad que se hace llamar Guacamaya y que dice haber extraído mediante ciberataques decenas de terabytes de los ordenadores militares de Chile, Colombia, México, Perú y El Salvador, se presenta como organización de hacktivistas con una ideología “anticolonialista”, partidaria de Abya Yala y adscrita en lo general a lo que se ha denominado altermundismo. Afirma luchar contra las trasnacionales depredadoras, pero no se ha sabido que alguna revelación significativa afecte a esos conglomerados. No hay forma de saber si realmente hackeó servidores de fuerzas armadas o si corrompió a empleados y/o funcionarios para obtener volúmenes de información que, con la tecnología actual, ocupan un disco duro de medio kilo y cuya transferencia por Internet tardaría aun semanas.
Los institutos militares atacados son en casi todos los casos de gobiernos que impulsan la recuperación de soberanía nacional, la búsqueda de justicia social, el empoderamiento de pueblos y minorías y el fin del saqueo de recursos naturales. De todos los países mencionados, la inmensa mayoría de las revelaciones hasta ahora conocidas corresponde a México, y se han dado a conocer justamente cuando la presidencia de López Obrador se encuentra en uno de los momentos cruciales de la reorientación de las fuerzas armadas hacia tareas civiles y en un punto crítico del esclarecimiento de las violaciones a los derechos humanos cometidas por gobiernos anteriores con participación militar: la guerra sucia de Echeverría y López Portillo y la atrocidad de septiembre de 2014 en Iguala.
Quienes han accedido a la información de Guacamaya han optado por publicar de inmediato documentos crudos pero poco sustanciales y el tratamiento periodístico ha sido, hasta hoy, un compendio de exageraciones, distorsiones y manipulaciones sensacionalistas. Lo difundido coincide con la agenda de las oposiciones oligárquicas –las partidistas y las que se nombran “sociedad civil”– que pretendieron privar a la Cuarta Transformación de un instrumento fundamental de gobierno y pacificación, como es una corporación policial con disciplina, entrenamiento y presencia territorial permanente.
Aunque algunos propagandistas de la reacción oligárquica pretendan establecer una semejanza, Wikileaks y Guacamaya no tienen nada en común.
Twitter: @Navegaciones