No hay que temer, ni eludir la confrontación política. Ninguna transformación real puede producirse sin un estremecimiento profundo de todas las estructuras sociales (…) De nuestro lado está la esperanza y la certeza de que pronto habrá justicia plena
No quiero ni puedo dejar de pensar en mi patria y volver, de manera recurrente y al analizar lo que vivimos en estos días, a dos libros que marcaron mi vida: Momentos estelares de la Humanidad, de Stefan Zweig y Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed.
México se transforma y se estremece. La historia, nuestra historia, ha dado un vuelco radical. Fuimos las y los ciudadanos los que decidimos, en las urnas, ese vuelco. Luego vino la pandemia y el mundo, como lo conocimos, terminó por venirse abajo.
Yo que he tenido la fortuna de haber sido testigo del paso de la historia; que he registrado con mi cámara eventos terribles y luminosos que me dejaron tatuados en la piel el miedo y la esperanza. Yo que he visto cómo la vida de países enteros ha sufrido cambios profundos, hoy, a mis 68 años, me enfrento —como usted— al reto de aprender a vivir de nuevo en un mundo que casi en nada se parecerá (por suerte) al que perdimos.
Qué gran oportunidad, qué enorme privilegio el que tenemos. Qué miedo, qué alegría y qué estremecimiento el que produce mirar de frente, como dice el poeta Gabriel Celaya, “los vertiginosos ojos claros de la muerte” que nos obligan a decir “las verdades, las bárbaras, terribles, dolorosas crueldades”.
Hoy, más que nunca, tengo urgencia de futuro. No solo por la amenaza inminente de ese bicho microscópico que me puede matar en cualquier instante. Tengo ansia de mañana. Quiero ver el mundo, el México que habremos de construir. La historia que haremos. El país que me tocará heredarle a mis hijas e hijos y a mis nietos.
Me lo decía Verónica el otro día y a propósito de los textos que publico cada semana: es la hora de las propuestas, de entrarle recio a la transformación que tantos millones de personas decidimos emprender hace dos años. Es la hora de comenzar a poner juntas las piezas del mundo que la pandemia hizo pedazos. Es la hora de apuntalar el futuro y asegurar un México en paz, más justo y más digno.
Sí, le dije a Verónica, tienes razón, hay que desembarazarse del ominoso pasado de este país herido por la corrupción y la impunidad. Hay que hablar de cómo acelerar la transformación, pero antes y para poder hacerlo plena y radicalmente hay que consumar una tarea, cumplir un deber ineludible: colocar a quienes encabezan el intento de restauración del antiguo régimen, a los ex presidentes Carlos Salinas de Gortari, Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto donde deben de estar: ante un juez.
No podemos darnos el lujo de perder la extraordinaria y única oportunidad que tenemos ante nosotros. No podemos ni debemos ser ingenuos. ¿Cómo no pensar —ante lo que vivimos— en la última misa celebrada en Santa Sofía, unas horas antes de la caída del imperio bizantino? ¿Cómo no evocar —en la actuales circunstancias— el derrumbe del imperio del Zar y las tormentosas asambleas en el palacio de Smolny? ¿Cómo no imaginar que Reed y Zweig se dan cita en nuestro país, en estos días estremecedores, en este momento estelar?
No hay que temer, ni eludir la confrontación política. Ninguna transformación real puede producirse sin un estremecimiento profundo de todas las estructuras sociales. Esto no significa emprender la tarea desde el odio, la amargura y el resentimiento. Eso hay que dejárselo a quienes fueron derrotados y pretenden devolvernos al pasado. Que de ellos, de los medios que dominan, de las voces que compraron sean el odio, la mentira y el ansia de venganza. De nuestro lado está la esperanza y la certeza de que pronto habrá justicia plena.
@epigmenioibarra