Unos tipos extraños llamados intelectuales

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Por Violeta Vázquez Rojas

Ya es un lugar común en la narrativa opositora que este gobierno se ha ganado la aversión de los intelectuales. Concedamos, para ponernos de acuerdo, que son intelectuales aquellas personas que no sólo se dedican a labores académicas o artísticas, sino que además tienen alguna influencia en la opinión pública: conducen, por así decirlo, esa opinión y explican la realidad política desde sus áreas de especialidad o simplemente desde un escepticismo informado. Los intelectuales son -o deberían ser- gente que entiende y ayuda a los demás a entender el mundo y, cuando es posible, incluso a cambiarlo.

Desde hace tres años, sin embargo, algunos de los más encumbrados representantes de esa idea de intelectualidad han caído en una debacle estrepitosa. Adversos como son al nuevo régimen, no han escatimado en prodigar adjetivaciones y supuestos análisis acerca del momento histórico actual que no se apegan, ya no digamos a los hechos, sino a los principios más básicos del pensamiento racional. Ejemplos abundan, pero me voy a ceñir a uno de sus más escandalosos desfiguros: la identificación que algunos de ellos hacen entre la Cuarta Transformación y los regímenes fascistas, o -ya en el colmo del despropósito- entre Andrés Manuel López Obrador y Hitler.

En abril de este año, en un texto titulado “¿Será fascismo?”, Jacobo Dayán, docente, investigador y experto en derechos humanos, enlista nueve de las trece propiedades que Umberto Eco distingue como características del Ur-fascismo, es decir, no del fascismo propiamente -pues reconoce que es un fenómeno difícil de acotar- sino de una especie de fascismo primigenio, o de “nebulosa fascista”. Con la lista de Eco en mano, pues, Dayán se lanza a palomear lo que, según él, son las características ur-fascistas que identifican al régimen actual, sin más argumentos que sus propios prejuicios: “un léxico pobre y una sintaxis elemental”; “apelación a una clase social frustrada”; “rechazo a las ideas modernas”, etc. Estoy segura de que Dayán no podría dar un solo ejemplo claro y razonado de por qué considera que la sintaxis empleada por AMLO “es elemental”. Tampoco tiene una buena razón para sustentar que el nuevo régimen rechaza las ideas modernas, así que lo justifica con una supuesta “negativa a las energías limpias”. El texto es de tal pobreza argumental que el propio autor no se atreve a encabezarlo con un enunciado declarativo, y le deja como título una interrogación que, más que plantear una pregunta auténtica, intenta sembrar una asociación forzada con el disimulo timorato de la duda.

Más o menos por las mismas fechas, el politólogo y profesor Mauricio Merino publicó en El Universal otro texto de nombre titubeante: “¿Cómo se llama esto?”. Después de descartar que el de López Obrador sea un régimen que emule los gobiernos priistas de los setentas, lanza su diagnóstico tajante: “la combinación del desdén por la Constitución y sus instituciones, el creciente aprecio por el militarismo, la escalada de violencia verbal y política contra cualquier tipo de disidencia, el manejo discrecional del dinero público, el uso de las creencias religiosas y de la fe…, además de la invocación al pasado glorioso de México… lo distancian del tipo ideal de los populismos tradicionales y lo hacen más proclive al fascismo”. Al igual que en el texto de Dayán, la identificación que intenta establecer Merino entre el actual régimen y el fascismo depende enteramente de que aceptemos sus impresiones. Esas características (“invocación del pasado glorioso”, “manejo discrecional del dinero público”) podrían describir a cualquier gobierno con el que no se esté de acuerdo. No son, pues, enunciados falsables cuya verdad dependa de hechos, sino que expresan meras opiniones.

En ese tiempo parecía ocioso tratar de desmontar las falacias en las que se basaban estos textos, pues no eran más que anécdotas pasajeras propias del enojo de una élite intelectual que se sintió desplazada por el nuevo gobierno. Sin embargo, meses después, la animosidad continúa su escalada, y este lunes Javier Sicilia publicó en Proceso un texto donde, sin razón alguna reconocible, identifica a AMLO ni más ni menos que con Hitler.

Los motivos de la analogía son pueriles. Según Sicilia, “a semejanza del Führer, AMLO ha construido y sostenido su poder con la masa. Conoce sus mecanismos, sus deseos, los símbolos que la concitan y la reproducen”. La muestra más reciente es, según él, el informe que el presidente rindió ante un zócalo lleno el 1 de diciembre. En su profundo desprecio por esas masas, a Sicilia se le olvida que entre esa gente están los mismos que acudieron a su llamado en 2011, que lo acompañaron en caravanas y llenaron plazas por todo el país y fuera de él, congregados por el reclamo de paz, dignidad y justicia para las víctimas de la guerra contra las drogas. Se le olvida también a Sicilia que esas masas llenaron varias veces el Paseo de la Reforma en 2014 exigiendo justicia ante los hechos ignominiosos de Ayotzinapa. Parafraseando al autor: ciertamente Sicilia no es AMLO –carece de su genio y de la experiencia de un político formado en el terreno–. Pero esa masa que hoy llena el Zócalo no es otra que la gente que vivió los mismos agravios que él en sexenios anteriores. A Sicilia le convendría recordar, por su propio bien, que el hecho de llenar una plaza no identifica a nadie con Hitler.

El texto de Sicilia no es solamente el cumplimiento de la risible “Ley de Godwin” (esa que dice que, mientras más se alarga una discusión en internet, mayor la probabilidad de que alguien invoque a los nazis). Coincido con Kurt Hackbarth en que el propósito es socavar la legitimidad del gobierno de López Obrador -un gobierno que cuenta, en su tercer año, con más del 70% de aprobación-, con el libelo de que se trata de un gobierno autoritario, violento y manipulador de las multitudes, de tal modo que se justifique al menos la fantasía de derrocarlo por vías distintas a la electoral.

La insidia sembrada por los textos de Dayán y Merino no se quedó en un mero incidente de abril, sino que siguió escalando hasta el texto vergonzante publicado ahora por Sicilia. Por absurdos, desproporcionados y falaces que sean estos escritos, creo que lo propio no es ignorarlos, sino señalar abiertamente su falta de temor al ridículo. Una cosa queda clara: si la labor de los intelectuales es entender y ayudar a entender la realidad política, las distorsiones y exageraciones que estos tres autores tratan de presentar como análisis hacen pensar que claudicaron de su labor y que el nombre de intelectuales les empieza a quedar grande.

Violeta Vázquez Rojas Maldonado es Doctora en lingüística por la Universidad de Nueva York. Profesora-investigadora en El Colegio de México. Se dedica al estudio del significado. Ha publicado investigaciones sobre la semántica del purépecha y del español y textos de divulgación y de opinión sobre lenguaje y política. 

Fuente: El Chamuco

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