Una oposición sin cabeza

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Por Lorenzo Meyer

México tiene una oposición rabiosa pero sin cabeza: ella misma se la cortó por no haber querido o podido superar la historia de su corrupción

La élite que por generaciones monopolizó el poder -presidentes, gobernadores, secretarios de Estado que, a su vez eran hijos de secretarios de Estado o grandes empresarios que, a su vez, era hijos o parientes de gobernadores, ministros o grandes empresarios- hoy se encuentra desplazada de sus tradicionales sitios de poder e incluso sobre algunos de sus miembros se cierne la amenaza de ser llamados legamente a cuentas. Naturalmente, ese grupo y una parte de la clase media que por intereses, valores o forma de vida se identifica con él, desean recuperar las posiciones políticas y sociales que la elección de 2018 les arrancó, pero se encuentran con un gran problema: sus partidos –PRI y PAN– están debilitados y sin líderes capaces de emprender con éxito la tarea de la reconquista del poder.

La caída de la economía y la pandemia provocada por el SARS CoV-2 son un par fenómenos que la oposición busca usar para desgastar al nuevo régimen (la 4 T), pero como ambos problemas son mundiales y sólo parcialmente pueden ser endosados al actual gobierno, su eficacia es limitada. En contraste, las denuncias por corrupción sistemática y en gran escala de las dirigencias priistas y panistas presentadas formalmente ante la Fiscalía General de la República el 11 de agosto por Emilio Ricardo Lozoya Austin (ELA), exdirector de Pemex -un cuadro típico de la clase política hoy desplazada- han pegado en la línea de flotación de la mancuerda PRI-PAN. Con los datos muy puntuales proporcionados por ELA que, desde luego, aún deben probarse legalmente, el ejercicio del poder desde Carlos Salinas a Peña Nieto, ha quedado con un gran déficit de legitimidad.

El pasado no determina el presente, pero sí lo condiciona, y a veces mucho. La evolución del sistema político mexicano, en particular la del último siglo, explica en buena medida la debilidad actual de la otrora muy poderosa clase política tradicional. Si bien esa clase aún mantiene el control de buen número de gobiernos estatales ya no está en capacidad de imponer sus intereses al país, como, por ejemplo, lo reveló la reunión del presidente con la Conago el pasado 19 de agosto, cuando el “caso Lozoya” ya había hecho sus efectos y debilitado a varios gobernadores bajo sospecha.

Y la debilidad de la clase política tradicional se explica en buena medida precisamente por su historia. Tras el triunfo de la Revolución, era imposible que el grupo ganador dejara a las urnas la decisión de quien ejercería y disfrutaría del poder. De manera casi natural y desde el principio se impuso la tradición autoritaria y la bandera maderista –“sufragio efectivo”- fue letra muerta. Un efecto del monopolio del poder impuesto por los ganadores fue la impunidad de una corrupción sistémica. Así, por ejemplo, el “grupo de Sonora” (Obregón y Calles y los militares que les apoyaban) usaron a la Comisión Monetaria y al recién fundado Banco de México para financiar sus “agrobusiness” (José Alfredo Gómez, “Elite de Estado y prácticas políticas”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, julio-diciembre 2016, pp. 52-68). Maximino Ávila Camacho usó su posición como “primer hermano” y cacique de Puebla, para emprender negocios abiertamente ilegales, en gran escala y asociado con un alma gemela: William Jenkins. Stephen Niblo describe con detalle este caso y el arcoíris de corrupción del alemanismo (1946-1952): robo directo, uso indebido del puesto público, soborno, uso de información privilegiada, etc, (Mexico in the 1940’s, [1999]). Sin embargo, el “caso Lozoya” muestra que la corrupción de la clase política tradicional se desbordó a partir de los 1980 hasta alcanzar un clímax con Enrique Peña Nieto.

La elección del año 2000 que sacó al PRI de “Los Pinos” hubiera podido ser un parteaguas en la historia de la corrupción en México, pero no lo fue. El PAN adoptó los “usos y costumbres” ya establecidos y una de sus consecuencias es que hoy la derecha no tiene partidos, ni líderes creíbles ni tampoco un proyecto que despierta la imaginación y la energía política más allá de sus fronteras de clase y que sea alternativa a la 4 T.
Por eso, y para recordar a José Revueltas, es, hoy por hoy, hay una oposición sin cabeza: ella misma se la cortó por no haber podido o querido superar su historia de corrupción.

Fuente: El Universal

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