Sin más propuesta que atarle las manos a Andrés Manuel López Obrador —o mejor aún cortárselas— y si es posible sacarlo de una vez de Palacio Nacional, llega la oposición, tan rabiosa como unificada, al arranque de las campañas.
Conciben los conservadores las elecciones como la culminación, en las urnas, del golpe de Estado que se han empeñado en asestar desde el momento mismo en que perdieron el poder.
No habrán de jugar limpio. No acatarán —ya lo estamos viendo— las reglas de la democracia. Ya una vez perdieron en las urnas; no volverán a arriesgarse de nuevo.
Están en juego —y lo saben— su propia sobrevivencia como opción política y los enormes intereses económicos de quienes mandan y financian a esa coalición.
Más que elecciones, para ellos lo que se viene es la guerra. Como todas las guerras son sucias, y como ya lo hicieron en 2006, se acogerán —caracterizados por su anacrónico anticomunismo— a preceptos similares a los de la “Directriz ejecutiva de operaciones encubiertas de la CIA”, aprobada en 1954 por el presidente Dwight Eisenhower, que marcó la pauta de tantos golpes de Estado.
“No aplican —dice el documento, citado en el libro Legado de cenizas, de Tim Weiner— las normas de conducta aceptables… hemos de subvertir, sabotear y destruir a nuestros enemigos. Puede ser necesario que el pueblo deba conocer y respaldar esta filosofía esencialmente repugnante”.
Mirándose en el espejo en el que no pueden dejar de mirarse, los conservadores apuestan a que el grueso de los votantes siente su mismo resentimiento, frustración y encabronamiento y que, como ellos, quiere librarse a toda costa de López Obrador.
Esta presunción, que no tiene sustento ni en las encuestas que ellos mismos encargan (las cuales muestran que el Presidente mantiene altos índices de aprobación), expresa tanto su indiferencia por la realidad nacional como el desprecio absoluto que sienten por los votantes.
Como seres ignorantes y manipulables consideran a quienes habrán de acudir a las urnas a decidir el destino del país.
Incapaz de analizar con honestidad las razones de su derrota en el 2018, la derecha conservadora la atribuye al hecho de que los votantes simplemente “se dejaron engañar” y como así los juzgan, pasándolos por el rasero del racismo y el clasismo que la caracteriza, se dispone a ser ella quien esta vez habrá de engañarlos.
Más que un programa político estructurado y coherente son el odio y el miedo, esas dos caras de la misma moneda, con los que pretende atraer a una ciudadanía cada vez más consciente y politizada.
Será el suyo el discurso de la furia y el desaliento; más que “convencer para vencer”, como diría Miguel de Unamuno, apostará a la discordia.
Le faltará gente que acuda a los mítines y comulgue con la rueda de molino de que son ellos, los conservadores —que representan a un pasado ominoso— la esperanza de un futuro mejor, y que vaya, de casa en casa, promoviendo el voto. Les sobrarán, eso sí, apoyos de medios, columnistas y presentadores de radio y TV, granjas de bots y fanáticos en las redes sociales.
Más que con ideas y propuestas habrán de bombardear de manera inclemente al país con calumnias, mentiras y montajes. De la violencia verbal tratarán de pasar, cuando puedan y en coordinación con provocadores o del narco, a la violencia física.
Pese a toda su rabia —o precisamente por ella— esta “filosofía esencialmente repugnante”, que inspira a los conservadores, no habrá de conducirlos esta vez a la victoria.
@epigmenioibarra