Un premio y las Periodistas de a Pie

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Por Marcela Turati

La llamada. El anuncio. ¿Un premio? La emoción. Los nervios. Noches en vela mirando al techo. Asustada, emocionada, ¿atrapada? porque cada reconocimiento implica más compromiso, sin palabras. Repasando en mi mente la película que me recuerda las hebras con las que se fue tejiendo esta decisión de premiarme a mí, a nosotras. Cómo se hilvanaron esas palabras tan bonitas sobre mi trabajo, sobre nuestro trabajo, sobre el de todos los que “coincidimos en esta noche terrible” cubriendo la violencia en México.

I

Aquella mañana de 2007, en una tamalería, cuando 40 reporteras votamos el nombre: Periodistas de a Pie, así se llamaría nuestra red. En ese momento éramos ingenuas, pensábamos que sería para impulsar la cobertura de la pobreza. En las fotos nos vemos felices.

Muchas de esas caras desaparecieron. Mi amiga Alma Delia Fuentes se ríe. Dice que pertenecer a la Red es tan duro como participar en la serie Survivors, que pocos pasan a la siguiente temporada. Y sí, la gente se cansa de las citas domingueras, tomando café frente a un parque, desmañanadas pero lúcidas, los hijos corriendo en el parque, los esposos juntos platicando en otra mesa, viéndonos planear cómo cambiar el mundo. Las citas nocturnas, a veces en mi casa, al salir de la chamba: tomando decisiones mientras cenamos. Los niños en una sola cama, acurrucaditos.

II

Los talleres tejidos con tanto amor por manos solidarias. Por esa ética del cuidado, tan femenina. Ese cuidar a los otros y cuidarnos entre nosotros. ¿Qué tema se requiere ahora? Las respuestas a la velocidad de metralleta: Cubrir víctimas con respeto… ¿Cómo entrevistar niños con el alma rota por la violencia?… ¿Quién entiende de narcotráfico, cuál es su historia?… ¿Cómo se investiga?… ¿Cómo nos cuidamos?… ¿Hay forma de entrar y salir seguros de zonas peligrosas?… Nos están robando la alegría de vivir, ¿quién sabe técnicas de autocuidado emocional?… Necesitamos aprender a comunicarnos de manera segura… ¿Cómo se investiga la desaparición de una persona? ¿Y sin son miles?… ¿Qué más hacemos?…

III

Dale, a vencer el miedo a hablar en público. Yo, que no pregunto ni en conferencias porque soy tímida, que sueño a ser invisible, empujada a mostrarme. Ahora habla en público aunque se te quiebre la voz. Di lo que hay que decir, aunque tengas esa sensación de locura, de voz en el desierto: No se valen esos salarios de miseria… En este país matan a miles… Esta no es una guerra entre buenos y malos… Todos somos ejecutables… Ni un periodista más… ¿Dónde están?….

IV

De cubrir la pobreza a cubrir una guerra en mi propio país. En el trayecto a la escena del crimen de cualquier ciudad a la que fui enviada por la revista Proceso llevo grabadas las charlas con los fotógrafos locales que me acogen, que me trasladan, que me cuidan, sobre qué es lo que les duele, cómo lidian con ese horror, qué pesadillas tienen. Las charlas continúan por las noches, en algún bar, donde exorcizamos miedos. Hablamos de lo que no se habla.

(Pronto, las pesadillas hicieron nido en todos. Los sueños de muerte nos perseguían. Muertos que te caen encima. Camiones de basura cargados de cadáveres verdes, descompuestos. Casas con las paredes manchadas de sangre. Sombras negras de sicarios que te persiguen. Buceando en una alberca de pozole.)

Fui un tiempo corresponsal itinerante. En cierto momento, Ciudad Juárez se convirtió en mi otra casa. Las reporteras del Diario eran como mi otra familia. Tuve el honor de compartir con ellas sus duelos, sus discusiones, sus alegrías, sus premios, sus deseos de organizarse. Conocí la ciudad a través de su mirada.

V

–Mire, Marcela, estos son mis hijos… El chiquito tenía dos años cuando lo conociste… ¿Podemos tomarnos una foto contigo? me preguntó la esposa de un veterinario desaparecido en Torreón. La recuerdo perfecto, la acompañé a buscar los casquillos tirados en el lugar donde se lo llevaron, así la describí en mi reportaje y en mi libro. La vi otras veces en encuentros con otras familias con las que planeaba la búsqueda. Veía sus mensajes de amor a su marido en su messenger. Entendí que la pregunta ‘¿tienes novedades?’ siempre tendría como respuesta un no.

*

–Ella es periodista, ¿alguien quiere dar su testimonio? preguntaron en la casa de retiros donde decenas de mujeres tomaban un curso de derechos humanos. Cuarenta hicieron fila, con la foto de sus hijos, de sus esposos en la mano. Todas necesitaban contar su historia. Era noche. Sentí una impotencia y una soledad tremenda.

Ese fue mi primer encuentro con estas madres que se convirtieron en detectives que me han otorgado el honor de permitirme acompañarlas en sus momentos de búsqueda, de tristeza al grado de no poder tragar bocado, de construcción de estrategias contra la impunidad y cuando salen a las calles a gritar ‘justicia’ y terminan echas llanto.

*

El dolor en la nuca. El dolor que me avisaba que no debía estar ahí, que algo feo ocurre en esa central camionera con hombres que te observan. Los famosos halcones. La profunda tristeza, el asco, la rabia, el no entender nada al cubrir la excavación de las fosas en San Fernando. Los cadáveres en bolsas, cientos de personas haciendo fila para que les tomen su muestra genética. El par de vecinas que me adoptaron para cuidarme, para ver que sí comiera. Las noches en vela, paranoica, pensando cómo escapar de ese hotel si aparecen sombras detrás de la puerta.

VI

“Fuego Cruzado: las victimas atrapadas en la guerra del narco”, mi libro, es objeto de sentimientos encontrados. Surgió de las misiones que me asignó la revista Proceso en las zonas de guerra y a mi terquedad en la cobertura de las víctimas, de los impactos sociales de la violencia. Lo escribí desde la urgencia de testificar todo lo que vi, el dolor que palpé y que sistemáticamente era negado por el discurso oficial. Sufrí al escribirlo. No podía terminarlo. Se me quebraba la voz al presentarlo. Muchas veces el público lloraba. Yo me sorprendía, me asustaba de la reacción que causaba. Varios amigos y escuchas me recetaron ir con psicólogos. El comentario recurrente era: Es muy duro, no pude terminarlo. El reclamo: ¿Qué no puedes ver las cosas bellas de la vida?

Con el tiempo vinieron los mensajes de agradecimiento. ‘Lloré mucho y le agradezco porque no sabía que eso pasaba’.

–¿Puede dedicármelo? Escriba el nombre de mi hijo, escriba que usted es testiga de que lo estoy buscando. Se lo daré cuando lo encuentre, me dijo la madre de un niño de 9 años desaparecido con su papá, en Coahuila. Para ella era importante.

–¿Recuerda que me entrevistó? A mi hijo lo menciona en una línea… llame para agradecerle… me comentó la madre de un ingeniero, desaparecido en Coahuila. (Claro que la recuerdo, todavía la sigo viendo pelearse contra la justicia).

Desde que lo escribí pasaron cosas siempre más horribles. Cada semana pienso que no puedo escribir un reportaje más dando cuenta de esa otra realidad negada, pero ahí estoy, impulsada por las organizaciones de derechos humanos, por las llamadas de las víctimas o de los ciudadanos solidarios, y termino escribiendo sobre huérfanos, viudas, desplazados, mutilados, heridos, sobrevivientes, asesinatos, masacres, encarcelados injustamente, defensores amenazados, periodistas en riesgo, pueblos fantasmas, nuevos y viejos desaparecidos, corazones y almas rotas… También soy una privilegiada testigo del infinito amor que impulsa a las víctimas para levantarse de los escombros, pedir justicia y construir un futuro distinto para todos.

Puedo decirme afortunada. El acompañamiento a las víctimas rebeldes me ha humanizado.

Concuerdo en lo que dijo mi querido amigo John Gibler a la madre de un joven desaparecido cuando ella se quejaba llorando ante nosotros de que todo alrededor es siempre oscuridad. “Ustedes no pueden ver la luz porque ustedes son la luz”.

VII

En círculo, como se hacía antes, alrededor de las fogatas. Cada taller es una prueba para todas y todos en la Red a la constancia pero tiene su parte reparadora. Es una chinga diseñar contenidos, buscar maestro, hacer casting de instalaciones, buscar fondos, armar la invitación, promoverla, leer los motivos de los alumnos, seleccionarlos, avisarles, estar pendiente de las dudas, comprar café y galletas… hasta el mero día.

Todo se compensa cuando llega el maestro y los alumnos. Cuando ese periodista experimentado, muchas veces premiado en todo el mundo, se pone en contacto con sus pares mexicanos deseosos de conocer sus saberes. El encuentro provoca una reacción de empatía siempre distinta. Todo vale la pena cuando el periodista más solitario del pueblo más olvidado de Guerrero (director, periodista, fotógrafo y vendedor de su periódico) nos cuenta a todos cómo le hace para estar vivo. Cuando el veterano de Michoacán nos hace reír con su humor negro, aprendido del convivio con la muerte. Cuando descubrimos a un gran cronista de lo cotidiano que se juega el pellejo por sus letras. Cuando el colega de Veracruz nos agradece porque ya no se siente tan solo. Cuando el colega del DF nos dice que es la primera capacitación que recibe como periodista. Cuando nos llaman para contarnos cómo aplicaron lo aprendido, el reportaje que surgió a partir del taller.

Los abrazos no faltan a la hora de los diplomas. Nadie quiere despedirse.

Los generosos maestros que nos ayudaron en el alumbramiento a la Red, con quienes conversamos muchas veces este sueño colectivo y nos enseñaron a trazarlo son María Teresa Ronderos, Javier Darío Restrepo y Mónica González. Otros maestros solidarios que han compartido con nosotros lo mucho que saben son: Clara Jusidman, Diana Losada, Alvaro Sierra, Juan Villoro, Alma Delia Fuentes, Cristian Alarcón, Alberto Salcedo Ramos, Pilar Lozano, Ginna Morelo, Carlos Dada, Esther Vargas, Frank Smyth, Judith Matloff, Juan Pablo Meneses, McNelly Torres, Carlos Beristain, Daniel Santoro, Jorge Luis Sierra, Nashieli Ramírez, Paco Vidal, Paul Radu, Sara Salam y, especialmente, Rosental.

El camino está lleno de colegas solidarios que participaron en nuestros foros, mesas redondas, cenas de discusión, webinars o noches cabareteras, y organizaciones con las que hemos hecho mancuerna. La Fundación Angélica (Suzanne, Ana Paula) ha creído e impulsado siempre nuestro esfuerzo.

VIII

La Red Periodistas de a Pie es llegar a puerto seguro, es comunidad, es ese somostros. Es una aventura colectiva que no podemos explicar y que, por lo mismo, los financiadores no entienden. Es un espacio construido por periodistas y para periodistas, y eso nos hace diferentes a las otras organizaciones en lo bueno (el pulso en el terreno y trabajo de base) y lo malo (la falta de tiempo y las eternas emergencias). Es un acto de amor cotidiano. Es nuestra militancia a ciegas por la vida. Es el abrazo que nos espera en la puerta. El espacio para contar nuestra preocupación porque algunos jefes ya se están ‘cansando’ del tema de las víctimas, donde compartimos nuestras pesadillas, nuestros males de amor y nuestros triunfos. Es donde complotamos las ideas más locas que al final resultan contagiosas. Es esa relación amor-odio y la fuente eterna de dudas sobre esta dicotomía entre periodismo-activismo que a veces nos tumba porque queremos hacer grandes reportajes pero la carencia de tiempo nos lo impide. Implica muchas horas tomando café para contar la situación de los periodistas mexicanos a quien nos busque y quiera conocerla. Es donde discutimos y nos recriminamos porque ‘el proyecto’ nos quita grandes tramos de vida privada. A donde volvemos cuando nos reconciliamos con nuestro quehacer periodístico y la urgencia de cuidarnos entre todos.

Es una red tejida con puntadas amorosas. De mamás, quizás. De maestras y maestros. Es Daniela (pilar del trabajo). Es Mago. Es Elia. Es Norma. Es Celia. Es Dani. Es Gonzalo. Es Vero. Es Tere. Era Thelma. Es Nájar (nuestra autoasumida cuota de género). Son nuestros becarios. Son todos los amigos.

IX

La opción preferencial por las víctimas. Quizá ese es nuestro mandato inconsciente en la Red. Nuestro voto. El tema nos mueve, nos convoca. La opción preferencial por el que sufre. Sea quien sea. La indignación por la falta de respeto por la vida. Lo hacíamos desde que cubríamos pobreza pero después topamos con víctimas de balas.

Con esa idea inoculada infiltramos las redacciones. Cada una desde el medio de comunicación donde trabaja (o trabajaba) empezó a visibilizar a las víctimas, a ponerle alma a las estadísticas, a rebelarse contra tanta muerte. Los jefes no lo sabían: desde antes nos habíamos capacitado para hacerlo, habíamos pedido ayuda a colegas de Colombia.

De pronto, ya estábamos militando por los derechos humanos. No sólo contra la muerte y por la vida, también para que no nos silencien y no arrebaten a los ciudadanos, su derecho a estar informados.

Un día estábamos marchando en Paseo de la Reforma. Sorprendidas, sorprendidos, por haber podido cerrar un carril de la avenida. Estrenándonos en marchas. En una mano la grabadora y la libreta y en la otra sosteniendo la pancarta por nuestros colegas asesinados y desaparecidos. Aquellos que nos hacen falta. Pidiendo justicia para ellos, porque la impunidad es como una pistola sin seguro, dispuesta a matar de nuevo. Entrevistándonos unos a otros. “Detenme la pancarta mientras te entrevisto”. “Ahora yo te la detengo a ti mientras me haces la entrevista”. “¿Quién firma la nota si los que la escribimos somos los protagonistas?”

En la cantina donde nos juntamos para comentar el día nos moríamos de la risa.

La risa pronto se apagó. Las manifestaciones fueron cada vez más constantes. Persistentes. Como lluvia que no cesa.

X

Cada vez que nos llega un correo avisándonos de la desaparición o el asesinato de otro colega contenemos el aire. Revisamos si fue alguno que pasó por uno de nuestros talleres. Si lo conocíamos. Comenzamos a hacer las llamadas para ver cómo están sus compañeros, qué saben.

Una vez, cuando un periodista amigo fue ‘levantado’ unas horas en Tamaulipas la pasamos mal. Pero nos consolamos pensando que por lo menos, antes de ese trauma, había tomado un taller donde nos dieron consejos para casos de riesgo. Al menos lo acompañamos con eso.

XI

Viéndonos las caras, casi todos llorábamos. Estábamos en un taller sobre autocuidado emocional al que acudieron reporteros de las zonas de riesgo. El tema de la culpa que la mayoría siente por tener una profesión de alto riesgo y poder afectar a sus hijos activó las lágrimas. No fue necesaria la intervención de algún psicólogo. Cada uno fue tomando la palabra para contar cómo había lidiado con ese tema. Si se había perdonado a sí mismo, si lo había hablado con su familia, si lo seguía cargando. Las palabras dichas entre todos fueron curando la herida.

Entendimos que cada quien vive la guerra a su manera. En estados silenciados hay quienes la viven con culpa por no poder hacer más. Hay quienes tienen ataques de rabia o tendencias suicidas. Hay quienes ya aprendieron a administrar el riesgo, unos callan como seguro de vida, otros viajan persiguiendo la violencia, porque no encuentran otra manera de estar. Hay quienes la viven en solitario.

Llegó el momento en que quedamos mudos. Fue una declaración de pasión por la profesión y por la vida.

XII

Llamadas de auxilio. “Tenemos una emergencia no encontramos a un colega”. Pásale teléfonos. Asesóralo en la ruta. Haz más llamadas. Avisa a la organización de libertad de prensa. Mantente en contacto. Termina el reportaje porque estás en hora de cierre. Hazlo, aunque no puedas concentrarte. Pero no te despegues.

Cada tanto llegan mensajes, como botellas lanzadas al mar, en los que los colegas cuentan sus tristezas, sus soledades, sus riesgos. ‘Desde que atacaron la redacción necesitamos atención psicológica’… ‘Pensé que iban a levantarme’… ‘Desde que lo mataron entendimos que todos los temas son peligrosos’… ‘Tráiganme una pistola para matarme antes de que me agarren’….’No tenemos apoyo desde este exilio’….

También el reclamo –legítimo— que desde el DF los hemos dejado solos. ¿Dónde estuvieron cuando esto ocurrió?

XIII

Comprendimos en el camino que la cruzada porque no maten más periodistas pasa por volver a los básicos del periodismo. Por promover un periodismo que vuelva a ser cómplice de los ciudadanos y se aleje de los poderosos. Por volver a hacer un click con la gente. El tema pasa por cuestionar las pautas publicitarias con las que los gobiernos controlan la información. Por exigir mejores condiciones laborales para los periodistas. Por criticar el poder de los fácticos. Por desempolvar las clases de ética. Esto, para empezar.

Cada tanto la realidad nos impone nuevos retos. Uno de ellos fue cómo contar la violencia que no sea desde las claves del horror que inmovilizan a la gente. Entonces echamos mano a un proyecto experimental que fue el libro y el multimedia “Entre las cenizas”, donde plasmamos las historias de vida en tiempos de muerte con la que quisimos ensayar el periodismo de esperanza. Donde capturamos las historias de cómo hicieron las víctimas para resurgir de entre las cenizas. De cómo ha sido su proceso para convertirse en mariposas.

La pregunta motora: ¿Cómo podemos informar para que la gente no se acostumbre, para mantener viva la indignación y la esperanza?

XIV

La experiencia de cuidarnos entre nosotros y cuidar a otros germinó en otros estados. La violencia no nos dejó opciones. En Chihuahua, Jalisco, Morelos, Guerrero, Veracruz, Chiapas… pronto encontramos a nuestros pares, otros periodistas con nuestro mismo lenguaje, la misma inquietud en el corazón de hacer un mejor periodismo y protegerlo de los arrebatos asesinos.

El alumbramiento de las redes de Periodistas de Juárez y de Chihuahua lo celebramos como si fuéramos madrinas de las recién nacidas. Aunque estamos lejos nos sentimos una sola pieza. Nos queremos, nos cuidamos, nos ayudamos.

En eso estamos en este tramo del camino, ideando cómo extender esta red hilvanada con otras redes de solidaridad hacia otros territorios donde los colegas la están pasando mal. Hasta poder crear una cobija enorme, solidaria, protectora, cálida, bajo la cual quepamos todos.

O, al menos, ese es nuestro sueño.

Fuente: proceso

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