Por Alejandro Nadal
¿Por qué el neoliberalismo surge más fuerte que nunca después de siete años de crisis? Buena pregunta. Y no existe hoy una respuesta satisfactoria por una razón fundamental. Es que la crítica al neoliberalismo descansa en un postulado equivocado: es la idea de que el capital busca reducir el ámbito de influencia del Estado, de quitarlo del camino y hasta de eliminarlo. Muchos encuentran prueba de lo anterior en la ola de privatizaciones y en la eliminación de controles regulatorios para todo tipo de actividades.
Ese postulado proviene de la idea de que el mercado y el Estado son antitéticos. Pero desde hace mucho la historia y la antropología revelaron que las economías de mercado nacieron a través de una fuerte intervención del Estado y sus agencias. Sólo la mitología de los economistas sigue afirmando que primero fue el trueque y después, espontáneamente, nació el mercado.
Es necesario criticar esta premisa y reemplazarla con una nueva perspectiva: el capital financiero no está destruyendo el Estado, sino que lo está reconfigurando y reorganizando para que responda a sus necesidades e intereses. Esta idea proporciona una matriz analítica más rica y se acerca más a lo que está aconteciendo en el mundo.
Hoy tenemos muchas señales indicando cómo el neoliberalismo está construyendo un nuevo Estado. La primera, quizás la más obvia, es la degradación de la vida política. Aquí el síntoma más claro es el predominio del dinero sobre los votos. Las campañas electorales están sometidas a una circulación monetaria que va de los intereses corporativos más descarados a las grandes cadenas de los medios masivos, pasando por la compraventa de candidatos. Las instancias encargadas de organizar y supervisar elecciones están desbordadas o simplemente forman parte de este gran teatro. El ‘mercado electoral’ dejó de ser, hace mucho, una simple metáfora.
Lo anterior marca el deterioro del llamado ‘poder’ legislativo. Los congresos y parlamentos han dejado de funcionar con la meta de defender y cultivar el interés público. Pero eso no quiere decir que han dejado de funcionar. Al contrario, de manera activa los miembros del poder legislativo desempeñan una función de agencias del capital financiero y del neoliberalismo: votan sus leyes contrarias al interés público, erigen nuevas barreras regulatorias en contra de competidores no deseados y, sobre todo, bloquean cualquier iniciativa que pudiera acrecentar el poder ciudadano.
La segunda señal es la concentración de poder económico y la desigualdad. Las grandes corporaciones, nacionales e internacionales, tienen hoy una capacidad nunca antes vista para organizar espacios económicos alrededor de sus intereses y estrategias de expansión. Su tamaño, grado de diversificación y de integración les da acceso a muy fuertes economías de escala y de alcance. Eso les permite adoptar todo tipo de comportamientos estratégicos, desde la segmentación de mercados hasta la manipulación de precios para transferir rentabilidad a lo largo de la cadena de valor. Todo eso conduce a la enorme concentración de poder en todas las ramas de la producción a escala mundial.
Frente a las grandes corporaciones las comisiones regulatorias de los gobiernos no desaparecen. Simplemente se refuncionalizan y adoptan la misión de servir a estas gigantescas empresas para legitimizarlas. El síndrome de las puertas revolventes es una expresión de todo esto. Y cualquiera que se haya escandalizado frente a los abusos del sector financiero o que haya participado en la lucha contra los organismos genéticamente modificados puede dar testimonio de lo anterior.
La desigualdad económica y la concentración del ingreso son el telón de fondo de la acumulación bajo el neoliberalismo. Y eso necesita una nueva y más potente capacidad represora. Por eso tenemos la tercera señal: el extraordinario crecimiento del aparato de seguridad del Estado. Las funciones de represión directa y de espionaje se han reorganizado y hoy se encuentran en el corazón de múltiples agencias a nivel nacional o regional, muchas veces con fuertes vínculos con la delincuencia organizada.
Todo lo anterior se acompaña de un hecho fundamental: la desmovilización de la ciudadanía. Si el voto no es respetado y si el parlamento es corrompido, carece de sentido ir a las urnas el día de las elecciones. Por eso el abstencionismo es el partido mayoritario en todo el mundo y parece confirmar la idea de que es inútil tratar de recuperar el control sobre la vida política. Los abusos de los bancos o de los fabricantes de comida chatarra se convierten en una fatalidad que hay que sufrir cotidianamente. Al final del camino los ciudadanos se transforman en consumidores (de todo tamaño) o en átomos de una materia prima llamada fuerza de trabajo.
El bloqueo y ataque en contra de la democracia no debe ser confundido con la reducción del tamaño del Estado. La izquierda debe tomar nota: estamos frente a un esfuerzo concertado para erigir un nuevo sistema en el que la democracia no tiene cabida.
Twitter: @anadaloficial
Fuente: La Jornada