Por Pedro Miguel
Soy el cosmos: la aglomeración inconmensurable de partículas, átomos, moléculas, planetas, estrellas, galaxias, cúmulos y nubes de gas alrededor de ustedes. Soy enorme, pero carezco de pensamiento y de identidad. Este texto es, por ahora, el único remedo de conciencia de mí mismo en años luz a la redonda, aunque tal vez dentro de media hora alguien de ustedes o alguien de otra especie inteligente redacte algo mucho mejor.
Ustedes, seres ínfimos, nacen, viven y mueren en un rincón perdido de mi totalidad aplastante, y sin embargo algo pueden comprender de mí. Yo, en cambio, no los comprendo a ustedes. No tengo noción de su existencia y no me interesan ni mucho ni poco.
En realidad, carezco de intereses, de sueños, de anhelos y de propósito. Yo, el universo, surgí al parecer por azar de una conflagración de energía. Ustedes lo han inferido. Yo desconozco todo de mi historia y de mi futuro. Soy inconmensurable y vasto pero también ciego y sordo. Al igual que ustedes, sigo al pie de la letra las leyes naturales y a eso me limito.
Soy la suma de todo lo que existe y sin embargo mis partes no se suman para ofrecerme sus dones particulares. Ustedes, en cambio, criaturas diminutas, han desarrollado la conciencia. Dicen algunos de ustedes mismos que por necesidad y por necedad, por hambre y por empeño, por evolución natural y por un esfuerzo dirigido. Otros afirman que la conciencia les fue dada junto con el alma, pero el alma no existe o no, al menos, en mí: aquí no hay nada fuera de estas moléculas del caos, de este ir y venir de protones y elementos, de estas colisiones de galaxias. Algunos más sostienen que su conciencia deriva de la mía, pero ello parece más bien una proyección de su incapacidad para comprender que hay cosas más grandes, mucho más grandes que ustedes, y sin embargo incapaces de percibir la diferencia entre una rosa y un vendaval, entre un amanecer y un martillo: cosas, por ejemplo, como un asteroide, un océano, un sistema solar. Pero ustedes no sólo saben distinguir sino también transformar. Tienen la aptitud de respirar aires inmundos y exhalar poesía, de recibir agravios y urdir cóleras invencibles, de nacer como juguetes de las olas y devenir grandes navíos.
A ustedes les fue dado convertir la tristeza en danza, la muerte en memoria, la nada en edificios.
Ustedes saben, aunque a veces lo olviden, tejer el yo en nosotros, transformar la soledad en compañía, dominar los impulsos del lagarto que llevan dentro para cantar a coro y pensar en muchedumbre.
La Creación no existe y yo, el universo, carezco de propósito pero ustedes decidieron dar uno a sus vidas: escapar del dolor, atenuar la angustia de la nada, ser felices, amar hasta la sublimación y hasta el ridículo, contar las pulsaciones de la sangre, escudriñar las estrellas que forman mi cuerpo, organizarse en familias, construir países, barrer cada mañana las calles de su barrio, eliminar la podredumbre.
Aunque les cueste admitirlo, ustedes son los bichos más complicados de cuantos han creado las leyes naturales y los menos imperfectos de todos los hasta ahora conocidos, por más que en ocasiones permiten que la falsa humildad y la culpa primigenia les minen esa certeza.
Ustedes tienen el poder y la gracia de una especie terrible y hermosa, la más cruel y la única que conoce el remordimiento. Pueden sentir piedad y rabia; pueden alimentar ternura y expresarse con humor implacable; son capaces de responder al llamado del deber y de abandonarse a las delicias del ocio; han aprendido a aprehender el pasado, imaginar el futuro y contar el tiempo; llevan en el fondo de sus células las virtudes de la paciencia, la terquedad y la rebeldía. Gracias a ellas pueden sobreponerse a las circunstancias más trágicas y a los momentos personales y colectivos de mayor devastación.
En el calendario que se han dado está por comenzar un nuevo ciclo. Es, en principio, una mera convención, una arbitrariedad insignificante que ustedes, sin embargo, podrán colmar de significación, y alterar un destino que pareciera inmutable. Destruyan viejos hábitos mentales, rompan los muros carcomidos que los contienen, nazcan de nuevo, engéndrense una vez más y empiecen a construir su mañana.
No me es dado a mí, criaturas insignificantes, emprender esas tareas. Háganlo, háganlo ustedes. Florezcan y amanezcan.
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Fuente: La Jornada