Asumió el poder por la puerta trasera. No podía ser de otra manera. Con el apoyo de los grandes barones del dinero, de los medios de comunicación y los “líderes de opinión” más influyentes. Con el respaldo de los poderosos sindicatos controlados por Elba Esther Gordillo y Carlos Romero Deschamps burló Felipe Calderón la voluntad popular, violó la ley y, rodeado de rufianes, se robó la Presidencia.
Con Vicente Fox Quezada, entonces presidente, orquestó Calderón la traición a la democracia. Genaro García Luna le proporcionó información de inteligencia, medios para espiar a sus adversarios, chantajear a sus aliados potenciales y asegurar su apoyo. El PRI y sus partidos satélite fueron cómplices del fraude electoral.
Ya en campaña mostró Calderón las que serían las dos armas que usaría a lo largo de su mandato: la mentira y la guerra sucia contra sus oponentes. Sentarse en la silla le dio dinero a manos llenas para engañar al país. El inmenso poder que obtuvo ilegítimamente le permitió neutralizar a sus enemigos y le dio el espacio —no la legitimidad— para ensangrentar y saquear impunemente a México.
A los pocos días de usurpar el poder —emulando a Francisco Franco— se embarcó Calderón en una cruzada sangrienta. Su guerra contra el narco, librada por órdenes de Washington, fue, sobre todo —tal como hizo Franco en la Guerra Civil española—, una operación de limpieza: más que hacer justicia y brindar seguridad, se procedió al exterminio sistemático de delincuentes sacrificando en el proceso a decenas de miles de inocentes.
Como toda guerra, la de Calderón fue una oportunidad para hacer negocios y enriquecerse. Documentaron ya los norteamericanos los sobornos del narco a García Luna; eso es solo la punta del iceberg. Falta documentar los que recibió —los que recibieron otros integrantes de la administración calderonista— por parte de los proveedores de defensa. La violencia y la corrupción crecieron así parejas hasta alcanzar con Peña Nieto niveles demenciales y abrir heridas tan profundas que tardarán generaciones en sanar.
El manto de impunidad pactado con el PRI y Enrique Peña Nieto dio a Calderón medios y recursos para concebir y considerar viable su reelección simulada. Ingenuo sería pensar que un hombre como él, que ya se robó una vez la Presidencia y que cubrió de sangre al país, es capaz de plegarse a las formas y reglas de la convivencia democrática. Irresponsable sería no tomar en cuenta que el cambio de régimen y las acciones del actual gobierno constituyen una amenaza para su ambición irrefrenable de poder y los intereses —económicos, políticos y mediáticos— que representa.
Hoy Felipe Calderón y su círculo cercano son la punta de lanza del proyecto de restauración del viejo régimen. Disminuir en la conciencia y en la memoria colectivas el peso de su legado de sangre, corrupción y mentira; sembrar el odio, el miedo, la discordia; desacreditar todos los esfuerzos de transformación del país en la prensa, en las redes, esparciendo rumores, divulgando mentiras —como lo hizo Goebbels en Alemania— es su tarea cotidiana. Su objetivo final es destruir la democracia, derrocar a López Obrador. No habrá de lograrlo, eso es seguro, pero no dejará tampoco de intentarlo, aunque México pague otra vez muy caro las consecuencias.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio