Por Javier Sicilia
La emergencia nacional, que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) puso en evidencia en 2011, parece haber llegado a un grado de descomposición sin retorno con el llamado “gasolinazo” de 2017 y la entrega del país al odio de Trump. Parece, por lo mismo, que los mexicanos hemos tomado al fin conciencia de que nos encontramos en estado de revolución y que ya no es posible seguir gobernados por las partidocracias.
El problema es que ese proceso revolucionario que en los últimos 10 años se ha manifestado a través de marchas, plantones, autodefensas y policías comunitarias ha dejado de ser útil en sí mismo para el cambio. Su poder, a pesar de proliferar a lo largo y ancho del país, no sólo se agotó; comienza a funcionar en favor de quienes desde las partidrocracias han generado esta realidad y pretenden seguir administrándola.
Para nuestra clase política, las luchas fragmentadas e intermitentes son, sin importar su multiplicación, la mejor forma de controlar su contenido revolucionario e imposibilitar cualquier tipo de cambio. Una vieja táctica que, junto con la persecución de los líderes políticos y el uso de la fuerza, han utilizado todos los gobiernos dictatoriales o en descomposición.
Desde que el MPJD develó la emergencia nacional creí, siguiendo las enseñanzas de Gandhi y las propuestas de muchos otros que me antecedieron, que el boicot electoral era la manera de unificar ese descontento nacional, dar cauce a su proceso revolucionario y generar el cambio. La razón es tan simple como el sentido común de las enseñanzas de Gandhi: un gobierno sólo existe porque la gente le concede autoridad y apoyo. En el momento en que se los retiran, el gobierno pierde su razón de ser y se desmorona.
Bajo esa lógica me parecía que las elecciones, al reunir a la mayor parte de la nación, podrían, mediante su boicot, encauzar el malestar nacional y desmoronar el sistema político de manera no-violenta. Me equivoqué, no por la fuerza que encierra el boicot –con el boicot de las telas y del impuesto sobre la sal, la India de Gandhi logró sacar de su territorio al gobierno inglés–, sino porque una buena parte de los mexicanos, no obstante las expresiones de su malestar, han continuado asistiendo a las urnas a votar y a legitimar con ello la causa de su sufrimiento y de su indignación.
A pesar de que algo se quebró de manera grave en la conciencia ciudadana y de que ya no habrá discurso ni medida extrema que pueda evitar la evidencia del colapso y las protestas que crecen y se expanden, hoy esa parte de la ciudadanía se prepara paradójicamente a volver a las urnas en 2018. Apremiada por la propaganda, por el miedo a la violencia que conlleva siempre un proceso revolucionario y por la ilusión de que quizás ahora sí, no obstante lo que todos sabemos, un cambio de partido en el gobierno mejorará lo que en la realidad está destruido y es fuente de la violencia, el llamado al boicot volverá, por desgracia, a fracasar, y el infierno, a hacerse más hondo.
¿Qué hacer? Esta pregunta que Lenin formuló en 1901 y que vuelve a plantearse irremediablemente en el México de 2017 debe ser respondida de forma semejante a como lo hizo el líder bolchevique, pero en términos democráticos y no-violentos. Para ello habría que crear, como lo he referido en mis últimos artículos, no un partido, sino un frente o una coalición ciudadana que aglutine a una buena parte de los líderes morales de la nación, incluso a los miembros más sanos de todos los partidos, con el fin de crear un programa mínimo para la refundación de la nación, que incluya la agenda indígena y las bases para un nuevo constituyente, y ganar así las elecciones.
Sólo un frente verdaderamente ciudadano y representado por ciudadanos moralmente claros y no contaminados por los vicios y las corrupciones de las partidocracias podría, me parece, encauzar el malestar social y conducir ese proceso revolucionario no-violento que el llamado al boicot electoral no logró.
No es una renuncia a lo que continúa siendo mi convicción y la de muchos otros, sino un uso negativo del boicot mediante el cual, en una especie de jiu-jitsu político, se utiliza la fuerza del oponente –en este caso del voto que las partidocracias han secuestrado– para vencerlo y devolverle, como lo pretendía el puro boicot, la democracia a quien realmente pertenece: la gente común, el pueblo. Por ello es necesario que los miembros de los partidos que se sumaran al frente declinaran, en un acto de congruencia ciudadana y democrática, sus aspiraciones al poder, para poner su sabiduría al servicio de la refundación nacional.
Las condiciones están dadas: el derrumbe absoluto del sistema político, los procesos revolucionarios que, fragmentados, seguirán creciendo a lo largo y ancho del país, los líderes morales, las redes ciudadanas que esos líderes han generado en los últimos 10 años y las urnas. Lo único que falta es la decisión. Imaginemos –parafraseo a Gandhi– a un pueblo entero recuperando y utilizando para sí mismo los mecanismos democráticos que le han arrebatado. Toda la maquinaria legislativa y ejecutiva se encontraría de repente paralizada y no habría ninguna policía ni ningún ejército que pudiera doblegar esa voluntad democrática.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas de Jojutla.
Este análisis se publicó en la edición 2100 de la revista Proceso del 29 de enero de 2017.