Por Pedro Miguel
Aquí los aspirantes a Bolsonaro se quedan del tamaño político de Pedro Ferriz, Lilly Téllez o Gilberto Lozano.
Sobre las instituciones brasileñas pende en el momento actual la amenaza de una revuelta bolsonarista, inspirada desde luego en el intento de golpe de Estado que Donald Trump instigó en Washington el 6 de enero del año pasado y que, ciertamente, ha encarnado en movimientos supremacistas y “libertarios” que se disponen a desconocer resultados que resulten negativos para los republicanos en las elecciones legislativas de este mes en Estados Unidos. Al igual que en ese país con el millonario neoyorquino, en Brasil los altos mandos de las fuerzas armadas no están dispuestos a emprender una aventura golpista, sin que ello implique descartar la posibilidad de que algunos oficiales aislados intenten unirse con todo y armas a algún disparate de Jair Bolsonaro. Pero le queda mucha gente de a pie y muchos funcionarios para intentar la desestabilización institucional en el periodo de transición que debe culminar el 1º de enero con la toma de posesión de Lula.
Es tan intrigante como estremecedor el hecho de que casi la mitad del electorado brasileño se haya volcado en respaldo de un individuo que carga con una enorme colección de adjetivos desfavorables: cínico, mentiroso, racista, misógino, homófobo, ignorante y, por encima de todo, o por todo ello, profundamente inepto como gobernante. Lo cierto es que Bolsonaro ha logrado convertirse, como él mismo lo dijo en la ambigua declaración que ofreció dos días después de los comicios, en líder de un enorme movimiento con hegemonía ideológica de ultraderecha en el que se amalgaman hacendados, buena parte del empresariado urbano, buena parte de la clase política, clases medias e incluso sectores populares depauperados.
El fenómeno debiera encender las alarmas en algunos países sudamericanos, particularmente, en Colombia, en Argentina y especialmente en Chile, donde el año pasado el pinochetista José Antonio Kast consiguió llegar a la segunda vuelta de la elección presidencial pasando por encima de las derechas tradicionales: el advenimiento del populismo fascistoide es más que una posibilidad, como lo demuestra el propio Bolsonaro, quien en 2018 obtuvo ya un primer mandato y hace unos días se quedó a un punto porcentual de lograr la relección.
Tal riesgo no aparece, por ahora, en el escenario mexicano, y no porque las derechas locales se hayan abstenido de emplear tácticas similares a las del energúmeno brasileño: igual mantienen una permanente emisión de campañas de difamación, se afanan en crear una fractura entre las fuerzas armadas y su mando supremo, invocan el fantasma del comunismo –con la variante de moda: homologar la presidencia obradorista con las “dictaduras” de Cuba y Venezuela–; recurren a los organismos autónomos que aún controlan y al Poder Judicial para obstaculizar las transformaciones; tratan de movilizar en contra del Diablo (lo llamen Andrés Manuel o Lula) a la sociedad; los corruptos de aquí y de allá han inventado la táctica de fabricar acusaciones de corrupción para neutralizar a sus adversarios.
No debe ignorarse, sin embargo, que en el gigante sudamericano el lawfare o guerra judicial de la derecha llegó mucho más lejos que en México: bajo el paraguas de imputaciones falsas, Dilma Rousseff fue víctima de un golpe de Estado legislativo, y el propio Lula pasó más de año y medio en la cárcel. Aquí, en cambio, la mayor parte de las embestidas judiciales de la oligarquía reaccionaria han sido de carácter defensivo y, literalmente, conservador, es decir, ejecutadas con el propósito de preservar negocios inmundos –como los contratos leoninos que endilgaron a la CFE– y privilegios injustificables, como los salarios babilónicos de la mafia tecnocrática del Instituto Nacional Electoral. En otros casos, han buscado retrasar o anular obras medulares como el AIFA o el Tren Maya. Pero ninguno de los intentos por fincar cargos penales a López Obrador y sus colaboradores ha tenido éxito.
A diferencia de Brasil, donde la ultraderecha fascistoide no oculta sus genes y recurre a valores como Dios, patria, familia, propiedad, en México los eslóganes de la reacción, mucho más hipócritas, usurpan causas tradicionales de la izquierda, como los derechos humanos, las causas de las mujeres y los pueblos originarios o el ecologismo. Y mientras Bolsonaro ha llevado a su país a posturas aislacionistas, nuestros reaccionarios son descaradamente entreguistas y acuden con frecuencia a Washington y a Bruselas para implorar la intervención de gobiernos y organismos multilaterales en asuntos que deben ser resueltos en exclusiva por la ciudadanía mexicana.
Pero la diferencia más importante entre ambos procesos es el grado de conciencia social de las mayorías, y ese se explica por cuatro años de transformación con sentido social y nacional que se articula con los valores emanados de la Independencia, la Reforma y la Revolución Mexicana. Por eso aquí los aspirantes a Bolsonaro se quedan del tamaño político de Pedro Ferriz, Lilly Téllez o Gilberto Lozano.
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