La libertad no se mendiga, no se pide, no se negocia; se conquista. La libertad no existe ahí donde, con el pretexto de defenderla, desde el poder se le restringe y se decide quién y cómo ha de tener derecho a ejercerla plenamente
Bienvenida sea la revolución —escribió el 22 de octubre de 1910 Ricardo Flores Magón—, bienvenida sea esa señal de vida, de vigor, de un pueblo que está al borde del sepulcro”. Así estábamos 108 años después de la publicación de este texto sobre la educación y la libertad en Regeneración, el órgano del Partido Liberal Mexicano. Así nos tuvo en México, hasta el 1 de julio de 2018, el régimen neoliberal: sin vida, sin fuerza, entrados ya, como sociedad, en un proceso de descomposición que se antojaba irreversible.
Justo cuando se hallaba “al borde del sepulcro”, cuando muchos creían imposible remontar la resignación, la apatía y el miedo, un impulso vital, un vendaval libertario sacudió al país. No fueron un puñado de valientes los integrantes de una vanguardia que, armas en mano, decidieron hacer la revolución. Fueron 30 millones de mujeres y hombres valientes los que encomendaron a Andrés Manuel López Obrador cambiar de régimen y conducir un proceso de transformación pacífico y democrático, pero radical.
Pese a que su objetivo declarado es conquistar libertades que le han sido negadas históricamente a las mayorías, casi todas las revoluciones armadas comienzan imponiendo controles a la prensa y a la oposición y terminan imponiendo los intereses de la minoría que lucha por mantenerse en él. La confrontación armada conduce, casi indefectiblemente, a un desgarramiento de la sociedad. No hay cabida para la reconciliación cuando son los fusiles los que deciden el destino de un pueblo, la desaparición de todo un estamento de poder o de una clase social.
La libertad no se mendiga, no se pide, no se negocia; se conquista. La libertad no existe ahí donde, con el pretexto de defenderla, desde el poder se le restringe y se decide quién y cómo ha de tener derecho a ejercerla plenamente. La libertad es de y para todas y todos. Para defenderla y ampliarla —y lo ha cumplido— llevamos a López Obrador a la Presidencia y le ordenamos someterse a un mandato: transforma al país, revoluciónalo, vuélvelo a la vida, conduce un proceso de emancipación sin reprimir, sin cooptar, sin comprar a nadie.
La “polarización” de la que escandalizados hablan algunos sectores —como si se tratara de un proceso de ruptura y no de construcción de una nueva realidad— es esa “señal de vida y de vigor” de la que hablaba Flores Magón.
Contradictorio podría parecer hablar, al terminar este año terrible, cuando sufrimos los efectos catastróficos de la pandemia y la crisis económica, de este impulso vital que recorre México. Por fuerza he de hacerlo si de reflexionar sobre este segundo año de la cuarta transformación se trata.
Síntoma inequívoco de vitalidad es el sometimiento del Presidente al pueblo y su independencia frente a los poderes fácticos. No es ya —como en el pasado fueron otros— sólo un empleado de ese pequeño grupo oligárquico y rapaz que consideraba a México uno más de sus negocios. No es tampoco un esclavo de su imagen pública ni de los medios. No está ahí para enriquecerse ni para tolerar o fomentar la corrupción. Está ahí para servir y para que su lema “por el bien de todos, primero los pobres” por fin dé paso a la vida con paz, justicia y bienestar en México. Y está ahí para hacerlo con respeto y ensanchando la libertad de este pueblo al que sirve porque, como dice Miguel Hernández, “¿Quién ha puesto al huracán jamás ni yugos, ni trabas, ni quién al rayo detuvo prisionero en una jaula?”.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio