Por Pedro Miguel
La reforma energética impuesta al país entre 2013 y 2014 mediante el instrumento hegemónico del Pacto por México no fue diseñada para modernizar, para generar empleos, para impulsar el tránsito hacia energías limpias ni para propiciar una sana competencia económica. Su propósito fue formalizar, legalizar y extender la entrega del sector a capitales privados que venía realizándose desde cuatro sexenios antes y darle un marco institucional a la perpetuación del saqueo neoliberal por medios de órganos “reguladores” autónomos que fueron en realidad fachadas para ocultar una corrupción monumental.
Las únicas empresas públicas de peso que no fueron destruidas por los gobiernos anteriores, Pemex y la Comisión Federal de Electricidad (CFE), fueron descuartizadas, mutiladas de funciones y potestades esenciales para su funcionamiento y libradas a una “libre competencia” en la que la ley les autorizaba el uso de un rifle de municiones mientras otorgaba a los empresarios privados fusiles de alto calibre.
Al amparo de esa reforma constitucional se firmaron transacciones y contratos que resultaban verdaderos atracos a la propiedad pública, como los correspondientes a los gasoductos para alimentar las plantas de la CFE, las desincorporaciones y compras ruinosas en Pemex (Agronitrogenados, Fertinal) y se dio libre curso a megaproyectos depredadores.
De tiempo atrás los grupos de interés oligárquicos, generalmente en alianza con corporaciones extranjeras, se habían hecho de la propiedad de tramos enteros de las industrias petrolera y eléctrica y habían intercambiado sin ningún pudor puestos públicos por cargos gerenciales, como fue el caso de Felipe Calderón y su secretaria de Energía, Georgina Kessel, que pasaron del gobierno de México a ser consejeros de Iberdrola, la empresa española a la que, como funcionarios, otorgaron desmesurados y abusivos beneficios.
Pero la reforma peñista no generó empleos, no se tradujo en la llegada de grandes inversiones, no impulsó el desarrollo, no conllevó un tránsito significativo hacia las energías limpias y, desde luego, no fortaleció al país en materia energética, sino que lo debilitó, lo hizo más dependiente del extranjero.
Sería imposible revertir todo el daño causado a México por el conjunto de alteraciones constitucionales y leyes secundarias que constituyen esa reforma y en la circunstancia actual ni siquiera es factible –por más que resulte deseable– limpiar todas las incrustaciones privatizadoras que introdujo en la Carta Magna. La Cuarta Transformación ha podido endrezar paulatinamente el rumbo de Pemex y aprobar modificaciones sustanciales a la Ley de la Industria Eléctrica para impedir que las reglas aún vigentes acabaran de matar a la CFE. Pero a los contratistas cuyos intereses fueron afectados por esa reforma no les costó mucho encontrar a jueces obsecuentes y éstos no tuvieron problema en descalificar como anticonstitucionales las modificaciones referidas.
En tal circunstancia, resulta imperativo emprender el arduo camino de las reformas constitucionales para asegurar que la electricidad vuelva a ser un servicio antes que un negocio, que el Estado deje de seguir perdiendo sumas multimillonarias por las reglas asimétricas e injustas impuestas a la CFE, que el país recupere la capacidad de decisión en su sector energético y que el gobierno pueda seguir formulando y aplicando políticas públicas contrarias al neoliberalismo.
En respuesta, la oligarquía neoliberal y sus socios extranjeros han lanzado y magnificado con apoyo en sus medios y comentaristas una catarata de mentiras: que la llamada reforma eléctrica pretende reinstaurar el monopolio eléctrico, que es contraria al uso de energías limpias, que es ruinosa para la propia CFE, que llevaría a un alza generalizada de tarifas y hasta que daría pie a la expropiación de los paneles fotovoltaicos instalados en los techos de domicilios particulares.
Todo lo mencionado anteriormente es rotundamente falso: se garantiza la libre competencia, se promueve una transición energética con sentido social y soberano, se asegura que los precios de la electricidad no se vean sometidos a oscilaciones terroríficas, como las que están teniendo lugar en España, y no se abre margen legal para expropiar ni un metro de cable a nadie.
Las visiones reduccionistas suelen ser peligrosas, el mundo no se divide en buenos y malos y la realidad no corresponde a una visión en blanco y negro. Pero hay circunstancias históricas en las que resulta inevitable elegir entre dos bandos: o se opta por uno o se renuncia a hacer historia y se acepta que la historia nos pase por encima. En 1862 estabas con Juárez o estabas con Maximiliano y en los años 40 del siglo pasado no se podía andar con ambigüedades ante el fascismo. Hoy vuelve a ser el caso: o se toma partido por la recuperación de la soberanía energética del país y se apoya la modificación constitucional propuesta por la Presidencia o se opta por perpetuar la corrupción, el saqueo y la depredación de modelo energético neoliberal. Así de simple.
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