Por John M. Ackerman
La entusiasta participación de los principales líderes y gobernantes del PRD en la clausura de la primera parte de la telenovela de Enrique Peña Nieto demuestra una vez más que este partido ha renunciado a cualquier intención de fungir como contrapeso ante la consolidación autoritaria. Flanqueado por Silvano Aureoles y Miguel Barbosa como sus guardaespaldas, y con los automóviles de lujo de la oligarquía nacional acomodados por Miguel Ángel Mancera en la plancha del Zócalo capitalino, el nuevo emperador pudo pronunciar su vacuo discurso sin interrupción o protesta alguna.
Los poderosos están de plácemes con la aparente victoria de su “revolución cultural”, al estilo de Mao Zedong, que prohíbe, margina y reprime cualquier expresión de descontento social o cuestionamiento al poder. En su discurso con motivo de la presentación de su Segundo Informe de Gobierno, el personaje que se ostenta como el presidente de la República en nuestra propia versión torcida de House of Cards indicó que precisamente el eje vertebral de la segunda parte de su programa estelar será lograr “un cambio de actitud, de mentalidad, un cambio cultural”.
El consejero presidente del Instituto Nacional Electoral (INE), Lorenzo Córdova, ya había adelantado hace semanas uno de los ejes centrales del proyecto ideológico de Los Pinos. El vocero del régimen en materia electoral aclaró que el principal problema con la democracia mexicana no sería el deficiente funcionamiento de las autoridades electorales, sino la falta de “confianza” de la población en estas instituciones disfuncionales, así como la resistencia de los actores políticos a asumir y “aceptar su derrota”.
El mensaje es meridianamente claro. Al régimen no le bastan las “victorias” legislativas del primer tercio del sexenio actual. Para ellos no es suficiente tapar los ojos, encintar la boca y amarrar las manos de sus adversarios. También habría que arrodillar y humillar a los críticos obligándolos a asumir su “derrota” jurando lealtad eterna al nuevo rey. Se busca pasar de la “vieja” cultura de la crítica ciudadana y el cuestionamiento al poder a una “nueva” cultura de obediencia civil y de abyección frente a los poderosos.
‘‘Valoro que dos representantes de la izquierda mexicana conduzcan los trabajos de ambas cámaras en el Congreso de la Unión. Su presencia en este acto republicano reafirma la vocación democrática, nuestra condición de madurez y de civilidad política, y de normalidad democrática’’, señaló con absoluto cinismo e hipocresía el Frank Underwood mexicano la semana pasada en Palacio Nacional.
Es importante recordar que la autoalabanza televisada que organizó Peña Nieto no cuenta con ningún respaldo legal ni tiene carácter republicano alguno. La única obligación del presidente de la República es entregar el informe por escrito al Congreso de la Unión. Si el ocupante de Los Pinos realmente tuviera “vocación democrática”, hubiera acudido personalmente al Congreso para escuchar los posicionamientos de los partidos de la oposición y dialogar con sus adversarios. Peña Nieto también tendría que aceptar el reto ciudadano reiterado desde hace meses de afrontar un debate en vivo y sin teleprompter con la sociedad sobre las “reformas estructurales”, y responder favorablemente a la petición generalizada de someter la reforma energética a una consulta popular.
Pero para el régimen la mejor forma en que un político puede demostrar su “madurez” y su gran “civilidad” es negociando bonos, cargos y componendas atrás de puertas cerradas. Mientras, en público los dirigentes de la oposición “moderna” cierran la boca y aplauden de pie al gran líder. Aquello es precisamente el modus operandi tanto de los sistemas burocrático-autoritarios del viejo bloque soviético como del sistema clepto-privatizado enarbolado hoy por Washington.
El comportamiento de Aureoles, Barbosa, Mancera, Graco Ramírez y Arturo Núñez tampoco tiene nada que ver con la “izquierda”, sino todo lo contrario. Su subordinación al poder del dinero y la represión implica el desplazamiento de cualquier compromiso ético con la sociedad por un “pragmatismo” absolutamente corrupto y traidor.
La conversión de la Plaza de la Constitución en un gran estacionamiento de autos de lujo blindados constituye la viva imagen de la “utopía” neoliberal de quienes hoy nos malgobiernan. Solamente faltaría agregar algunas bailadoras haciendo table dance agarradas del asta-bandera para completar la “revolución cultural” priista con los elementos centrales de la “victoria cultural” panista.
El camino actual nos lleva a un país totalmente estacionado, un país donde todos los espacios, las instituciones y los intereses públicos estarán ocupados por los intereses más retrógrados y excluyentes. Urge encender el motor y echar a andar al México profundo conocido internacionalmente por su gran dignidad, entereza y conciencia.
Fuente: www.johnackerman.blogspot.com
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(Publicado en Revista Proceso No. 1975)