Por Pedro MIguel
Un reproche común en el discurso opositor –e incluso en el que no lo es– es que este gobierno recurre a referencias a las administraciones del régimen neoliberal para justificar problemas de hoy. Se alega que Andrés Manuel López Obrador se la pasa criticando a Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto para eludir sus responsabilidades por las ineficiencias de su propia gestión o ante insatisfacciones sociales reales, exageradas o fabricadas por ese discurso. “Ya lleva casi tres años y sigue culpando a sus antecesores”, se arguye.
El denuesto es insostenible por donde se le vea. Para empezar, no es nuevo: los gobernantes neoliberales solían hacer lo mismo. Baste recordar los alegatos con los que Calderón solía justificar su criminal estrategia “de seguridad”: tuvo que tomar “decisiones difíciles”, decía, porque los gobiernos anteriores habían dejado crecer el fenómeno delictivo y habían sido omisos ante la concentración de poder de los cárteles; en una ocasión eso lo llevó a trenzarse en dimes y diretes con Fox. Y qué decir de las ínfulas de superioridad moral que éste se daba con respecto a los gobiernos priístas que lo antecedieron, o del sórdido duelo Salinas-Zedillo.
Aunque es cierto que aquellos zipizapes eran cuidadosamente dosificados e invariablemente se matizaban con la hipocresía de la alusión tangencial y sin nombres propios. A fin de cuentas, quienes gobernaron entre 1988 y 2018 formaban parte de un mismo proyecto político, económico y social y sus diferencias eran de procedimiento, no de propósitos.
Por otra parte, López Obrador representa y ejecuta un proyecto totalmente distinto: el de regenerar el país que dejó el régimen neoliberal y cambiar de manera radical la orientación del Estado, que había sido reducido a instrumento de concentración de la riqueza por medios lícitos e ilícitos, para convertirlo en un conjunto de instituciones al servicio de la población en general. Cuando se emprende una reconstrucción a partir de un desastre es indispensable analizar los aspectos del desastre y hacer referencia a ellos. De otro modo, es imposible explicar las razones y los alcances de la tarea.
Pero más allá del discurso presidencial, el horror del pasado dista mucho de haber quedado atrás. De una u otra manera, sus secuelas y consecuencias están todavía imbricadas en la vida de millones de personas. Baste con pensar en los habitantes de las regiones aún afectadas por la violencia delictiva; en los trabajadores de Luz y Fuerza y de Mexicana de Aviación; en los familiares de las víctimas mortales de la guerra de Calderón; en quienes perdieron todo a raíz del “error del diciembre” y que con el Fobaproa no sólo no recuperaron nada sino que pasaron en automático a deber las deudas de otros; en las madres y padres de la Guardería ABC y de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa; en los familiares de los mineros enterrados en Pasta de Conchos; en los campesinos empujados a la emigración por las políticas económicas devastadoras; en los ciudadanos que perdieron la fe en la democracia a raíz de la simulación de alternancia del foxismo; en los jóvenes excluidos de la educación superior y en muchísimos otros sectores golpeados por la rapiña, la insensibilidad, la frivolidad, el latrocinio y el carácter criminal del régimen oligárquico neoliberal.
Es imposible dejar de hablar del pasado reciente porque los agravios monumentales sufridos por el pueblo mexicano en el periodo 1988-2018 no han sido esclarecidos, porque no se ha hecho justicia, porque no basta medio sexenio para que el Estado mexicano lleve a cabo la reparación de los daños y porque los responsables máximos permanecen en completa impunidad.
El país sabe perfectamente que el esclarecimiento pleno, el total resarcimiento y la impartición generalizada de justicia son misiones imposibles. En otras naciones se ha recurrido a la justicia transicional, que es, por definición, una justicia imperfecta, parcial y en buena medida, simbólica. Aquí, la única manera viable de sanar el inconmensurable dolor causado al cuerpo social, del que son responsables principales los testaferros de la oligarquía que ocuparon la Presidencia, consiste en expresar, o mejor dicho en refrendar, la convicción nacional de que los culpables deben ser juzgados. Ni siquiera es seguro que esa expresión baste para obligar al Poder Judicial a impartir justicia efectiva, pero es un paso indispensable.
Desde las filas opositoras se habla mucho de la indeseable polarización, pero ese señalamiento jamás va acompañado del análisis sobre sus causas. Pues sí, hay polarización, pero ésta no fue un invento de López Obrador. Cómo podría no haberla tras la destrucción nacional emprendida desde el Poder Ejecutivo a lo largo de más de tres décadas. ¿Quieren superarla? Pues promuevan la participación en la consulta del 1º de agosto próximo, vayan a las urnas y voten libremente.
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Fuente: La Jornada