Por Epigmenio Ibarra
A Carlos Payán; porque “momentos como éste dan sentido a la vida”.
Las de América Latina, decía Jean Paul Sartre, en “Huracán sobre el azúcar” -libro que escribiera allá en los años sesenta del siglo pasado a cuatro manos con Simone de Beauvoir- son revoluciones a contragolpe.
Hacia la izquierda radical terminó corriéndose el Movimiento 26 de Julio en Cuba como respuesta a los ataques continuos de los Estados Unidos.
La incontenible ambición de dominio de Washington; su rabia, su ceguera anticomunista, no hizo más que reafirmar la vocación revolucionaria de los mandos del ejército rebelde.
No dejaron los Estados Unidos, y sus cómplices en América Latina, más opción a los revolucionarios cubanos que radicalizarse para sobrevivir.
Creyó Washington que, con todo su poder, podría destruir a ese régimen nacido de un amplio movimiento social; no hizo más que fortalecerlo.
Aquí, 60 años después, parece repetirse; con distintos actores, el mismo fenómeno.
Lo que los rebeldes en Cuba consiguieron con las armas en la mano, lo consiguió, en nuestro país en el 2018 Andrés Manuel López Obrador y las y los 30 millones de ciudadanos que votaron a su favor en las urnas.
Allá, por la fuerza, cayó Batista; aquí, pacífica y democráticamente, se vino abajo el régimen neoliberal que por casi 40 años -con coartada bipartidista- mantuvo en sus manos el poder e hizo, con México, lo que le vino en gana.
Aunque, por su masividad y contundencia le fue imposible a la derecha conservadora impedir esta vez el triunfo de López Obrador, sus líderes emprendieron, desde los primeros minutos del nuevo sexenio una ofensiva para destruirlo.
No asumieron los conservadores la derrota con dignidad ni se resignaron a aceptar las normas y los tiempos de la democracia.
Intolerable les parecía que ese hombre, catapultado al poder por los votos de una “masa”, de una “horda” que, ellos y ellas consideraban y consideran aún “lépera e ignorante”, se mantuviera en el cargo hasta finalizar su mandato.
Unidos los poderes fácticos se empeñaron en la tarea de defenestrar, por todos los medios posibles, al presidente.
La oligarquía, los medios de comunicación y en ellos los más influyentes líderes de opinión, la alta jerarquía eclesiástica, las autoridades académicas, los intelectuales orgánicos emprendieron lo que puede considerarse una inédita intentona golpista continua, constante y prolongada.
Les fallaron, esta vez a los conservadores, tanto las Fuerzas Armadas como el gobierno estadounidense.
Contaron, en cambio y como un factor de perturbación, de desestabilización, con la colaboración operativa del crimen organizado.
Organizaciones criminales nacidas en el periodo neoliberal a las que nunca se cortó ni el flujo de plata, ni el flujo de plomo y que tenían una vasta red de vasos comunicantes y complicidades con el viejo régimen, incrementaron sus acciones.
Violencia verbal en los medios y en la red.
Violencia criminal en las calles.
Ataques coordinados de rumores, noticias falsas y mentiras.
Propaganda anticomunista en el púlpito.
Diatribas intelectuales.
Intentos de boicot económico y ofensiva de amparos para frenar obras de infraestructura.
Nada dejaron de hacer los conservadores contra López Obrador salvo ofrecer propuestas al electorado y obtener así victorias en las urnas.
Quisieron destruirlo y no hicieron más que fortalecer y ampliar su relación con las grandes mayorías.
Quisieron detener la transformación del país y a contragolpe, como decía Sartre, reafirmaron en millones de ciudadanas y ciudadanos, la voluntad de “no desmontar, de no bajarse del caballo” como decía Carlos Payán y de consolidar, profundizar y continuar con esta; una revolución posible y necesaria, una revolución pacífica y en libertad y, de hacerlo, sin retrocesos ni medias tintas.
@epigmenioibarra