Por Epigmenio Ibarra
“Un pueblo -decía Francisco Zarco- puede agitarse por lo que la prensa diga, pero puede morir por lo que la prensa calle”. Así pasó en México. De ese silencio de periodistas que no quisieron, ni se atrevieron a cumplir con su deber, fuimos y somos aun víctimas las y los mexicanos.
Muchos de quienes ahora pretenden presentarse como adalides de la libertad de expresión, por interés o por temor no hicieron ejercicio de la misma y callaron ante los crímenes del régimen neoliberal.
Por ese solo hecho cuya importancia hoy pretenden disminuir y borrar de nuestra memoria, por darle -con su silencio- permiso a la muerte, como diría Edmundo Valadés, son corresponsables de esos crímenes.
Si la prensa no hubiera aceptado mansamente -como lo hizo, salvo honrosas y contadas excepciones- el fraude del 2006 y lo hubiera denunciado y se hubiera opuesto a la usurpación; si, además, se hubiera empeñado en detener el sangriento intento de legitimación de Felipe Calderón, muy distinta sería hoy la situación México.
No “agitó” la mayoría de la prensa al pueblo -como decía Zarco- contra la guerra de Calderón; una guerra impuesta, una guerra inútil y que, de antemano, se sabía habría de ser sangrienta y terminaría por perderse. Una guerra más criminal que otras guerras y a la que un periodismo honesto tenía el deber de oponerse.
Al contrario, termino festejando la matanza o callando ante ella. La promesa de mano dura, la falacia del “enemigo de la nación” al que se aniquilaría, el despliegue militar, la retórica patriotera y los multimillonarios recursos del erario que fluyeron hacia esa prensa, la sedujeron.
Elrégimen censuraba, compraba o mandaba despedir así al periodista
Por esa guerra, que continuó Enrique Peña Nieto, al que las y los mismos en lugar de denunciar celebraron como el gran reformador, heredamos la violencia que hoy padecemos.
Heredamos también, reconvertidos en víctimas, a quienes, por su silencio ominoso y cómplice, fueron y son -en tanto que siguen al servicio de los mismos intereses- en realidad victimarios.
A esas “grandes figuras” les sentaba muy bien “la tranquila placidez del despotismo”, de la que habla el teólogo español José María Vigil.
Por la “corrección política”, en el régimen autoritario el Presidente callaba, en público, ante aquel que, por excepción se atrevía a criticar; mientras ordenaba en privado que se le persiguiera, desapareciera o incluso asesinara. El régimen censuraba, compraba o mandaba despedir así al periodista que le resultaba incómodo.
Hoy eso ya no sucede; en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador a nadie se censura, ni a nadie se compra. En ejercicio de su derecho, la prensa -a la que ya no se le paga por callar ni se le ordena qué decir- puede decir lo que se le da la gana y el Presidente, también en su derecho, responderle cuando miente.
El régimen autoritario transfirió a la prensa a su servicio, parte de sus atributos, volviéndola un poder incontestable ante la sociedad y haciendo de lo que sus “figuras” sostenían verdades inapelables. Su silencio y sus dichos resultaron así igualmente letales.
Consustancial a la libertad de prensa es el derecho de réplica; no existe una sin el otro. El poder no se ejerce ya desde el Estado de manera absoluta. No ha de seguir ejerciéndose tampoco así desde los medios.
Si el gobierno ya no les persigue, los “líderes de opinión” no deben presentarse, en este país que tiene memoria de los agravios sufridos, como mártires. Sin debate no hay democracia; tampoco si se imponen el insulto, la calumnia y la mentira.
Epigmenio Ibarra
twitter: @epigmenioibarra