Las organizaciones criminales engrosan sus filas mediante el reclutamiento forzoso de viajeros en Tamaulipas
Por Jan MArtínex Ahrens/ El País
Las poblaciones ganaderas de Estación-Manuel y Aldama distan 37,5 kilómetros. El recorrido en carretera requiere, por término medio, 27 minutos. Es un trayecto corto y un poco tortuoso pero que, con los nuevos autobuses de línea (internet, sanitario…), resulta sumamente cómodo, a no ser que el viajero vea interrumpida su cabezadita por el asalto de un grupo de encapuchados dispuesto a darle un billete al infierno. Tres veces, según la Policía Federal, ha ocurrido esto en dicha vía en las últimas dos semanas. Y lo que ha desatado la alarma no ha sido que ocurriese en la convulsa Tamaulipas, donde el narco tiene en jaque al propio Ejército, ni que en ocasiones se desvalijase milimétricamente a los ocupantes de los autobuses, sino que el objetivo final del ataque fuese reclutar por la fuerza a pasajeros para engrosar las filas de los cárteles. La espeluznante práctica ha empezado a extenderse por todo el estado, fronterizo con Texas. “No son robos. Estamos ante grupos delincuenciales que quieren hacerse con gente”, ha resumido ante los medios el coordinador estatal de la Policía Federal, Luis Norberto Montoya.
Las víctimas suelen ser inmigrantes centroamericanos sin papeles que buscan alcanzar la frontera con Estados Unidos. La autoría de los asaltos se la reparten los Zetas, antiguos desertores de las tropas de élite mexicanas, y el antaño todopoderoso Cártel del Golfo. Ambas organizaciones, y sus grupúsculos orbitales, se disputan a sangre y fuego el territorio. En esta feroz guerra, el control de las carreteras, principal paso de droga e inmigrantes, es un elemento básico. Cientos de sicarios las vigilan. Salvo en los esporádicos y brutales enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, se mueven por el asfalto sin problemas. A veces se visten de policías y despliegan falsos retenes, otras secuestran a plena luz del día, con tranquilidad, sin alharacas. Este fue el caso registrado hace tres semanas con un autobús que cubría el trayecto Ciudad Victoria-Matamoros.
Sobre las cinco de la tarde, según la reconstrucción que dieron los pasajeros posteriormente, el vehículo sufrió una avería en una llanta. Cuando el conductor estaba reparándola, una pick-up paró con suavidad y su sonriente conductor se ofreció a echar una mano. El chófer se negó a dejarse ayudar. A los diez minutos, el amable joven regresó, acompañado de otros dos pick-ups y una decena de hombres armados y menos sonrientes que su guía. Para algunos viajeros la vida tomó un desvío inesperado. Dos sicarios subieron al vehículo. De la veintena de ocupantes seleccionaron a seis jóvenes y los hicieron bajar. Al resto, les conminaron a quedarse quietos. Los secuestrados fueron obligados a arrodillarse sobre el asfalto y les taparon las caras con sus propias camisetas. Luego, les subieron a las pick-ups y se los llevaron a su nuevo destino. Cuando se perdieron de vista, como recuerda un testigo presencial, nadie dijo nada. En silencio, el chófer arregló la avería. El viaje siguió hacia su destino. “Estábamos aterrorizados y enmudecidos”, relató un viajero.
Paradójicamente, esta escalofriante modalidad de reclutamiento ha sido interpretada por la policía de forma positiva: como el reflejo de la progresiva debilidad de las organizaciones criminales. “Indica que les estamos ganando el terreno”, ha señalado el comandante Montoya. Bajo este planteamiento, los cárteles, exhaustos por años de combate frontal con el Ejército, y desangrados por sus propias luchas fratricidas, estarían recurriendo a todo tipo tácticas para reabastecerse de personal.
“Eso es un absurdo. Si la estrategia policial funcionase, los criminales estarían detenidos y no asaltando autobuses a plena luz. Que lo hagan habla de una organización en plena expansión, que busca nuevos reclutas”, señala el especialista en seguridad y ex asesor de la Oficina Presidencial, Eduardo Guerrero.
El secuestro de autobuses con fines de reclutamiento se daba por acabado en México desde 2011, cuando la guerra contra el crimen declarada por Felipe Calderón alcanzó su cénit. Las cifras de abducidos en las últimas semanas no se han hecho públicas, aunque fuentes cercanas a la policía las sitúan en una veintena. Su destino, ir a campos de entrenamiento y acabar como sicarios o guardaespaldas. Pocos se niegan. Saben el peligro que supone. “Es un mundo brutal. Hubo un caso en 2010, donde tras sacar a los jóvenes, les dieron bates para que se peleasen y escoger a los más fuertes”, relata Guerrero.
El rebrote de esta modalidad de reclutamiento forzoso está estrechamente relacionado con la descomposición que carcome Tamaulipas, un estado que apenas suma el 3% de la población mexicana, pero donde se concentran cerca del 30% de los secuestros. Ubicado en la frontera con Texas, el territorio es un paso natural para el intercambio de mercancías con Estados Unidos, pero también, por esa misma razón, uno de los campos de batalla más cruentos del narcotráfico, especialmente entre el cártel del Golfo y Los Zetas. El resultado de esta guerra sin cuartel ha sido la casi completa destrucción de la autoridad local.
Ante este deterioro, el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, ordenó en mayo la militarización de la seguridad en el estado, y el desmantelamiento de sus más de 40 cuerpos policiales por sospechas de connivencia con el narco. Desde entonces, se ha mantenido una soterrado combate, del que apenas informa el Gobierno, pero que aún no ha logrado erradicar el terror. O como dice un chófer de autobús que cubre una línea desde el Distrito Federal hasta Tamaulipas: “Aquí cada quien cuida su propio pellejo; la verdad es que yo no voy a hacer de héroe. A fin de cuentas ellos tienen las de ganar”.
Fuente: El País