Por Jorge Zepeda Patterson
Las semanas inaugurales del gobierno de López Obrador son como el primer recorrido de un conductor en un coche rentado o ajeno: muchos acelerones y frenazos y más de un sofocón del motor. Pero eso no significa que el auto vaya a caer al abismo en la primera curva, como profetizan sus detractores.
Sin eliminatoria futbolera a la vista ni serie de Luis Miguel en la cartelera de Netflix, los mexicanos han convertido a los primeros días del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador en obsesivo tema de ocupación. No hay manera de escapar de la interminable polémica en los medios, en el transporte público o en las charlas familiares: ¿sabe el presidente lo que está haciendo?
El problema es que la pregunta tiene muchas respuestas. López Obrador tiene una idea clara de adonde quiere llegar (un país con menos pobreza, desigualdad, corrupción e inseguridad pública) pero apenas está descubriendo los límites y peculiaridades del vehículo en el que viajará, por no hablar de las incidencias que le esperan en el accidentado camino.
Quiere cortar de cuajo los excesos de la alta burocracia en el Gobierno pero no esperaba la rebelión de los jueces ni los impedimentos legales que lo obstaculizan; desea impedir un aeropuerto que él considera prohibitivo para el erario público, y se sorprende que la cancelación desestabilice la relación con los mercados financieros.
Para sus detractores estos y otros incidentes constituyen la confirmación de la debacle: el presidente es un inepto irresponsable. Los mismos que durante la campaña aseguraban que el triunfo electoral del líder de la oposición provocaría el 2 de julio un desplome en los mercados y la salida irrefrenable de capitales, ven ahora, por fin, que sus frustradas profecías podrían estar en camino de cumplirse. Y no sólo porque les da pie a sentenciar un gratificante selosdije, también porque, como ha dicho Enrique Quintana el atinado director del diario El Financiero, han terminado por creer que todo lo que pueda ir mal a AMLO va a ser bueno para México.
Me parece que están festejando antes de tiempo. Para juzgar los límites y capacidades de López Obrador hay que remontarnos a su experiencia como jefe de Gobierno de la Ciudad de México en 2000-2006. Allí se encuentra la clave. Es la responsabilidad que más se parece a la que ahora enfrenta, a pesar de la desproporción de escala. Y lo que allí mostró no es el perfil rústico y ramplón que le han adosado los que se oponen a sus cambios. Fue un alcalde dinámico y en ocasiones temerario, pero con un profundo conocimiento de la correlación de fuerzas y ejerció un razonable balance entre lo deseable y lo posible. Sus políticas sociales y la obra pública de su gobierno han sido el referente para las administraciones capitalinas posteriores.
Es verdad que a ratos le gana su ímpetu de candidato opositor en campaña, pero a mi juicio terminará ganando su deseo de convertirse en estadista (lo consiga o no). En las primeras semanas han abundado los exabruptos y las cartas a Santa Claus, pero una y otra vez ha matizado ante la reacción inesperada o los efectos secundarios no deseados. Critica con severidad la resistencia de los jueces, pero afirma que respetará lo que decidan los tribunales; cuestiona la intolerancia de los mercados financieros y al mismo tiempo su equipo opera todas las estrategias de apaciguamiento posibles; desafía los privilegios de una parte del empresariado y propone una luna de miel con otros dueños del dinero. En fin, su retórica es a ratos incendiaria, pero gobierna con un equipo de funcionarios moderados en las posiciones clave (Marcelo Ebrard, Olga Sánchez Cordero, Esteban Moctezuma, Alfonso Romo, Carlos Urzúa).
Las semanas inaugurales del Gobierno de López Obrador son como el primer recorrido de un conductor en un coche rentado o ajeno: muchos acelerones y frenazos y más de un sofocón del motor. Pero eso no significa que el auto vaya a caer al abismo en la primera curva, como profetizan sus detractores.
No, no creo que López Obrador consiga para México la prometida Cuarta Transformación; es un país complejo con un intrincado tejido de intereses creados y poderes fácticos. Pero tampoco derivará en la pesadilla chavista que anuncian los malos agoreros y no lo hará justo por las mismas razones, pero también por el talante republicano del presidente. Lo que sí veremos es un ejercicio pendular del Gobierno a favor de reivindicaciones populares que habían sido marginadas en los últimos 30 años. Los jueces probablemente mantengan sus privilegios pero intentarán limitar el nepotismo y los abusos ahora que han sido puestos en vitrina, por ejemplo; la corrupción en las altas esferas no será erradicada, pero acotará el ambiente depredador en que se había convertido el servicio público.
Probablemente Andrés Manuel concluya su Gobierno con la frase con que la que Juan Manuel Santos terminó en Colombia: no pude cambiarlo, era un país demasiado dividido. Pero habremos de agradecer cualquier avance en la dirección correcta en el combate a la pobreza y la corrupción. La trayectoria será anecdótica pero menos mortalmente accidentada de lo que se vaticina.
Fuente: ElPais