Por Gibrán Ramírez Reyes
Tenemos dos opciones: desconectar la conversación en diarios y televisión de aquella que sucede en redes, o bien, entrar, curtirse ante el desacuerdo, dejar pasar, utilizar frecuentemente los botones de silenciar y bloquear, y elegir interlocutores plurales pero serios
Octavio Rodríguez Araujo ha decidido dejar de escribir. Ya se había retirado de La Jornada, porque juzgó que se le había insultado en sus páginas sin que sus directivos pusieran orden, y ahora decidió dejar también de publicar artículos en la web porque “por primera vez en medio siglo, he sentido desde hace pocos meses que la libertad de expresión está en riesgo, no de desaparecer pero sí de ser ultrajada si lo dicho o escrito cuestiona las políticas y las decisiones del poder”.
La paulatina salida de Rodríguez Araujo es algo de lamentarse por ser uno de los politólogos de oficio más relevantes en la izquierda mexicana, por su obra quizá el mayor de muchas décadas, aunque por ser un solista y no tener grupo o mafia dentro de la UNAM fuera ninguneado por los espacios más fuertes de la intelectualidad hegemónica. Lo es más porque es maestro nuestro: de decenas de generaciones en la Facultad de Ciencias Políticas, y porque por su aula pasamos cientos de otros politólogos que apreciamos su voz, entre los que puede contarse también a López Obrador.
Creo, sin embargo, que lo que observa no es un atentado a la libertad de expresión, sino el cambio de tono de la conversación pública y de sus contornos.
El primero de los cambios introducidos por las redes sociales es su democratización. Cualquiera puede opinar sobre cualquier artículo y hacer llegar sus críticas, pero también se relajan los filtros para que las opiniones entren a la conversación. Un lector de diario que en una sobremesa opinaba mal y a la ligera de un artículo, pero que jamás se atrevería a escribir y fundamentar un texto para refutarlo, puede ahora lanzar un tuit cualquiera, sin argumentar pero despreciando un argumento. Y eso es bueno y malo, porque opiniones de todos los tipos se mezclan y coexisten, sin orden ni concierto, permitiendo el anonimato y la porquería, pero también dando cuenta de la existencia de los humores del espacio público, permitiendo asimismo la expresión de pensamientos articulados que carecían antes de foro.
El segundo de estos cambios es la facilidad para alterar los términos de la conversación, el alcance de las voces y la importancia de los temas. Las redes sociales son fáciles de manipular. Pueden introducirse en ellas documentos apócrifos, recortes de videos, o contundentes frases sacadas de contexto a las que se les hace decir una cosa distinta a la originalmente enunciada. No-temas se fabrican, posiciones minoritarias se magnifican, nimiedades apasionan como si fuesen fundamentales, bots atacan y orientan ataques, se generan incentivos para acosar, fotografiar, atacar de manera ruin a muchos que participan de la conversación (muchos de los más acosados y amenazados son, por cierto, simpatizantes del Presidente).
Tenemos, ante ese clima, solamente dos opciones: desconectar la conversación en diarios y televisión de aquella que sucede en redes, o bien, entrar, curtirse ante el desacuerdo, dejar pasar, utilizar frecuentemente los botones de silenciar y bloquear, y elegir interlocutores plurales pero serios. Abandonar la conversación equivale a dejarla a quienes han elegido alterarla, y por eso, aunque la salida de don Octavio es entendible, es también lamentable.
Fuente: Milenio