Por John M. Ackerman
El Partido Revolucionario Institucional (PRI) nunca ha sido solamente un partido político. Desde su creación en 1946 este instituto político fue diseñado con el claro propósito de generar un nuevo régimen autoritario, corrupto y neoliberal, para repudiar las conquistas de la Revolución Mexicana y desandar el camino de justicia social trazado durante el sexenio de Lázaro Cárdenas del Río entre 1934 y 1940. Si bien el PRI nunca fue una institución monolítica, e incluso llegó a albergar una fuerte ala progresista en algunos momentos de su larga historia, la lógica general del viejo partido de Estado siempre ha sido una de control social, simulación burocrática y de defensa de intereses particulares.
Cárdenas había visualizado otro futuro para la Revolución. Demócrata convencido y con un compromiso irrestricto con el principio de “Sufragio efectivo, no reelección”, en lugar de buscar su permanencia personal en el poder, don Lázaro le apostó a la organización social por medio de la creación del Partido de la Revolución Mexicana (PRM) el 30 de marzo de 1938. De acuerdo con Cárdenas, la única forma para garantizar la verdadera continuidad de las enormes conquistas sociales de su sexenio era por medio de la organización, la participación y la concientización ciudadana.
Cárdenas tenía perfectamente claro que los presidentes de la República que vendrían después de él muy probablemente no contarían con la misma convicción justiciera o compromiso con la soberanía nacional. Así que era necesario blindar la Revolución desde abajo y a la izquierda a partir de la creación de un nuevo partido de masas que contaría con suficiente fuerza para exigirle cuentas y demandar efectividad a cualquier futuro gobernante.
El nuevo partido también tenía el propósito de corregir por el reprobable caciquismo y corrupción que se habían apoderado del Partido Nacional Revolucionario (PNR), creado por el sonorense Plutarco Elías Calles en 1929. La creación del PRM sería un vehículo simultáneamente para el empoderamiento social y para lograr la institucionalidad democrática.
Así que cuando en 1946 Miguel Alemán Valdés se propuso destruir al cardenismo, traicionar a la Revolución y acercarse a los intereses de Washington, sabía perfectamente bien que no era suficiente con modificar solamente las políticas públicas y las instituciones del Estado. También tenía que desaparecer al PRM y crear un nuevo instituto político, el PRI, para poder contar con suficiente margen de maniobra social.
Desde entonces, y durante sus 72 años de existencia, el PRI-gobierno ha tenido un éxito espectacular en el logro de sus objetivos. A pesar de que la Constitución de 1917 hoy sigue formalmente vigente, décadas de constantes reformas legales y acciones neoliberales, de la mano con el PAN y el PRD, han ido destruyendo su esencia y su efectividad. El PRI ha funcionado como una aceitada máquina de control, de cooptación y de represión para la imposición de un neoliberalismo rapaz y saqueador.
Pero todo exceso tiene sus límites y el pasado 1 de julio la sociedad mexicana finalmente pudo hacer valer su enorme esperanza y poner en acción su sofisticada conciencia crítica. No solamente hemos colocado a Andrés Manuel López Obrador en la Presidencia de la República, sino que también le mandamos al viejo partido de Estado a la banca, quizás para siempre.
Muy difícilmente podrá el PRI repetir la experiencia de su milagrosa recuperación durante el sexenio de Vicente Fox, entre 2000 y 2006. En aquel momento el PRI contaba con el decidido apoyo del presidente de la República, quien necesitaba desesperadamente del apoyo del partido de Carlos Salinas para juntos cerrarle el paso a López Obrador y el PRD. Tal y como hemos documentado en el libro El mito de la transición democrática, en realidad no hubo cambio alguno durante aquel sexenio, sino solamente la continuidad de la misma coalición del PRIAN, pero ahora con el PAN en lugar del PRI ocupando Los Pinos a nombre de los mismos de siempre.
En contraste con la coyuntura de 2000, López Obrador hoy no quiere ni necesita del apoyo del PRI, y tampoco del PAN o del PRD, para poder cumplir con sus promesas y consolidar su gestión. La victoria de Morena, junto con sus aliados, fue tan contundente que el nuevo presidente tendrá manos libres para resistir cualquier chantaje desde el viejo partido de Estado.
Habría que discrepar con las voces nostálgicas que señalan que la barrida de Morena a los otros partidos pondría en riesgo la democratización del país. La ascendente hegemonía de las fuerzas obradoristas es precisamente lo que le permitirá al nuevo jefe de Estado evitar los chantajes que una y otra vez han hundido las posibilidades de lograr un verdadero cambio de régimen.
Así que, por primera vez en su larga historia, el PRI se queda totalmente huérfano y tendrá que sobrevivir por sus propios méritos. El “pequeño detalle” es que pareciera que el PRI ya no contaría con ningún mérito propio. Ya casi nadie cree que este instituto político sea “revolucionario” y mucho menos “institucional”. Y a duras penas se podría considerar esta amalgama de cínicos y corruptos como siquiera un “partido”.
Todo parece indicar que el PRI ha llegado a su fin. Si los personajes que todavía se agrupan bajo este emblema quieren seguir vivos en la política, necesariamente tendrán que cambiar de nombre a su partido, afiliarse a otro o, en su caso, lanzarse como “candidatos independientes”, como sus antiguos colegas de partido Jaime Rodríguez y Armando Ríos Piter. l
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Fuente: Proceso