Por Jen Marlowe/ Tom Dispatch
Jihan Kazerooni y yo condujimos por delante de numerosos policías antidisturbios armados en la carretera Budaiya mientras su iPhone sonaba ininterrumpidamente: llamadas telefónicas, llamados por Skype, e incesantemente, Twitter. Me había preguntado lo que significaba realmente la frase “revolución Twitter” cuando oí que la usaron en relación con Irán en 2009 y Egipto en 2011. Aquí, en el pequeño reino del Golfo de Bahréin, comencé a comprender el concepto.
Estuve en ese país durante tres semanas como parte de la iniciativa Witness Bahrain un grupo de activistas internacionales que tratan de documentar y denunciar abusos de los derechos humanos perpetrados por el régimen contra manifestantes y activistas. Aparte de breves rachas de cobertura, la crisis en Bahréin había sido generalmente ignorada por los medios estadounidenses.
Tal vez se pueda explicar la falta de cobertura del levantamiento, predominantemente chií, contra la cada vez más represiva monarquía suní, en parte, por lo siguiente: Washington considera que la monarquía es un aliado cercano; Bahréin es la base de la V Flota de la Armada de EE.UU., y beneficiario de ventas de armas de EE.UU. Tal vez tenga que ver con la amistad entre EE.UU. y Arabia Saudí, y la creciente tensión entre EE.UU. e Irán. Bahréin ha sido presentado como un campo de batalla por la influencia entre la vecina Arabia Saudí (patrocinadora de la monarquía) y el cercano Irán de mayoría chií.
Sin embargo es peligroso ignorar la revolución que tiene lugar en ese país y sus demandas de libertad y democracia. Si los activistas pasan de hacer manifestaciones generalmente pacíficas a hacer de violencia, Bahréin podría ser el barril de pólvora que podría abrasar todo el Golfo Pérsico. Los activistas pacíficos como Jihan resisten, pero considerando la brutalidad que presencié, no es claro hasta cuándo la revolución bahreiní podrá seguir siendo no violenta.
Jihan me tomó bajo su tutela y me presentó a docenas de bahreiníes que habían sido directamente afectados por la represión del régimen contra el levantamiento pro democracia. No fue difícil encontrarlos. En casi todas las familias chiíes, incluida la de Jihan, había alguno que había sido despedido o despedida de su trabajo, arrestado, herido, o muerto. Los activistas opositores suníes (aunque en una cantidad muy inferior) también han sido atacados duramente.
Puesta en camino
Jihan, con su cabello cubierto por un pañuelo de seda marrón y con gafas de sol a la moda, abrió una aplicación en su teléfono mientras tratábamos de llegar a la marcha que había sido convocada por una coalición de partidos de oposición.
“Voy a twittear que estoy aquí en Budaiya Road, y que no hay puntos de control en el área, pero hay muchos policías antidisturbios”. Llegó un nuevo twitt antes que Jihan pudiera terminar de redactar el suyo. Lo leyó rápidamente mientras conducía hábilmente su coche alrededor de una rotonda. “Bueno. Comenzó el ataque”, dijo. “Es en la próxima rotonda. Podremos verlo desde el coche”. Jihan bajó la ventana. “¿Puedes oler el gas lacrimógeno?” preguntó, comenzó a toser y volvió a subir inmediatamente la ventana.
Mientras seguíamos conduciendo, nubes grises de gas lacrimógeno se levantaban de aldea en aldea, y Jihan comprobaba constantemente el suministro de su Twitter y recitaba rápidamente los nombres de áreas bajo ataque: “Una protesta en Dair ha sido atacada y en Tashan también. A’ali, lo mismo. Ahora atacan a las mujeres al norte de Bilad.”
Sonaron nuevos twitts: “Muchas heridas, una mujer ha sido herida, te mostraré la foto…”
Volvió su teléfono en mi dirección, permitiéndome ver la fotografía de una extremidad ensangrentada. “Es su brazo”, dijo Jihan, y me dijo que sospechaba que la herida procedía de “una bomba de estruendo o de una granada de gas lacrimógeno”.
La evolución de una activista
Jihan no comenzó como activista. Había sido banquera de inversiones, iba de compras a los centros comerciales caros de Bahréin y socializaba con amigos. Estallaron las manifestaciones en la Rotonda Perla –con su impresionante monumento de 91 metros de alto de seis arcos sosteniendo una perla– en la capital, Manama, el 14 de febrero de 2011, y solo aumentaron cada día mientras crecía el número de víctimas y fatalidades. Sin embargo, ella no participó.
En gran parte ignoraba las quejas de los manifestantes: el mismo primer ministro había gobernado durante 42 años; la mayoritaria comunidad chií enfrentaba la discriminación de los suníes gobernantes, evidenciada con mayor claridad por el hecho de que los chiíes no podían alistarse en las fuerzas armadas o la policía del país. En su lugar, el gobierno importaba extranjeros de Pakistán, Yemen, Jordania y Siria, entre otros países, para llenar las filas de los servicios de seguridad, ofreciéndoles frecuentemente la ciudadanía bahreiní (lo que también amenazaba con alterar la demografía suní-chií). La familia real se había apoderado de grandes áreas de tierras públicas para su propio beneficio.
Jihan había creído la versión del levantamiento ofrecida en la televisión controlada por el Estado. En esa narrativa, los manifestantes no eran pacíficos, sino armados y peligrosos. El gobierno afirmaba que habían robado bolsas de sangre del hospital y derramaban esa sangre sobre ellos mismos para simular heridas para su uso por los medios. La fuerza era utilizada raramente por el régimen y solo cuando era absolutamente necesaria para dispersar a los manifestantes. Los portavoces del gobierno afirmaban que doctores chiíes en el hospital Salmaniya retenían a pacientes y colegas como rehenes.
En la mañana del 13 de marzo, Jihan recibió algunos mensajes de texto en camino a su oficina, llamando a la presencia de la gente en la Rotonda Perla porque fuerzas gubernamentales estaban atacando. Decidió ir y ver por su propia cuenta lo que estaba pasando.
Lo que vio la conmovió profundamente: manifestantes desarmados –entre ellos mujeres y niños– gritando por la democracia, la libertad y la igualdad, mientras policías antidisturbios disparaban balas, perdigones y granadas de gas lacrimógeno directamente hacia la multitud. Jihan se puso a un lado, llorando, mientras mujeres a su alrededor gemían y leían en alta voz el Corán.
Entonces, a lo lejos, vio que estaban cargando cuerpos en coches. No podía decir si estaban muertos o heridos, pero no pudo apartar sus ojos mientras los coches eran llenados y todos eran conducidos al cercano hospital Salmaniya.
Jihan fue al hospital y encontró más pacientes heridos que camas disponibles. Manifestantes heridos por perdigones o afectados por el gas lacrimógeno estaban acostados sobre sábanas blancas esparcidas por el aparcamiento, a la espera de tratamiento de doctores y enfermeras sobrecargados de trabajo.
Al día siguiente, 1.000 soldados saudíes entraron a Bahréin a pedido del régimen, respaldados por 500 policías de los Emiratos Árabes Unidos. Los soldados expulsaron a los manifestantes de la Rotonda Perla, destruyeron el icónico Monumento Perla y el Rey Hamad de Bahréin declaró un estado de emergencia.
Poco después, comenzaron las incursiones en casas y los arrestos masivos. La mayor parte de los líderes opositores fueron encarcelados junto con miles de manifestantes. Sus objetivos eran periodistas, así como maestros, profesionales de la salud y atletas estelares bahreiníes. Se informó de cientos de casos de tortura (algunos hasta la muerte) y miles fueron despedidos de empleos públicos por manifestarse o, en muchos casos, simplemente porque eran chiíes.
Jihan comprendió que la continuación de su vida anterior era inconcebible. Visitó a Nabeel Rajab, cofundador del Centro Bahréin por los Derechos Humanos, para preguntar cómo podía ayudar. Por difícil que fue llegar hasta él, Jihan dijo a Nabeel que no podía seguir guardando silencio y manteniéndose al margen.
Un colega de Nabeel capacitó a Jihan para documentar violaciones de los derechos humanos. Pronto, comenzó a hacerlo en casos de profesionales médicos que habían sido encarcelados y torturados por el régimen por atender a manifestantes heridos y por pronunciarse sobre las heridas que veían.
Para cuando encontré a Jihan, ella ya era una experimentada activista del Centro Bahréin por los Derechos Humanos, y vicepresidenta fundadora de la Organización Bahréin de Rehabilitación y contra la Violencia (BRAVO), que trata de ayudar en el tratamiento y rehabilitación de víctimas de la tortura.
La batalla por el futuro de Bahréin
A pesar de su experiencia, Jihan estaba totalmente conmovida después de que abandonamos una clínica clandestina una noche ya tarde. Allí, los paramédicos habían suturado en secreto la enorme herida en la cabeza de “Hussein” de solo 13 años, alcanzado por una granada de gas lacrimógeno después de una marcha que, irónicamente, había sido convocada para protestar contra el excesivo uso de gas lacrimógeno.
Jihan y yo habíamos estado en la manifestación y, al terminar, hablamos con jóvenes a pecho descubierto que sostenían cócteles Molotov, con sus caras envueltas en camisetas. “Esto [el Molotov]no es violencia” insistió uno de ellos. “Lo que es violencia es lo que usan contra nosotros, balas de verdad. Nos estamos defendiendo. No estamos atacando. Si nos atacan, respondemos.”
Las palabras apenas habían salido de su boca cuando surgió un grito de que la policía antidisturbios estaba en camino. Jihan y yo huimos en el jeep de un amigo, mirando por la ventana trasera mientras arcos de luz de granadas de gas lacrimógeno y Molotovs ardiendo surcaban el cielo nocturno.
Pensamos que vimos una granada de gas que alcanzaba a un niño fugitivo en la cabeza, y poco después, cuando Jihan recibió un llamado telefónico sobre la herida, nos apresuramos a ir a la clínica clandestina.
“No pude dormir anoche”, me dijo Jihan la mañana siguiente. “Tenía a ese niño de trece años que vimos frente a mis ojos”.
Después de varios intentos hablamos por teléfono con el hermano mayor de Hussein. Hussein, informó, vomitaba, no comía y sufría de dolores de cabeza. Típicamente, Jihan entró en acción y contactó a varios doctores y profesionales de la salud para consultarlos. Podría haber un problema serio, que solo una tomografía computada (TC) podría detectar, dijo un especialista. La preocupación de Jihan aumentó.
“Los doctores con clínicas privadas no tienen escáner de TC o aparatos de rayos X, por lo tanto tenemos que conseguir un hospital para él, lo que es muy arriesgado. [La familia de Hussein] no aceptará que se le lleve al hospital. Temerán que sea arrestado, por lo tanto, realmente, no sé qué hacer.” Me dijo, presionando su iPhone contra su frente. “Es una decisión muy difícil, llevarlo al hospital”.
Había buenos motivos para que todos temieran el arresto del niño. Unos pocos días antes, Jihan y yo visitamos a Ali Hasan, de 11 años, quien acababa de ser liberado después de casi un mes en la prisión juvenil. Había estado jugando fútbol afuera, nos dijo Ali, cuando se acercaron policías antidisturbios armados. Sus amigos habían logrado escapar, pero paralizado de miedo, él fue arrestado y acusado de bloquear la ruta antes de una manifestación. ¿Qué fue lo que echó más de menos mientras estaba preso? Ali respondió sin dudarlo: sus dos hermanitas y su hermano que recién empieza a andar.
Miramos a Ali jugueteando con sus jóvenes hermanos, él peleando y haciendo cosquillas, mientras ellos saltaban sobre él con grandes ataques de risa. Hubiera sido fácil no ver la sombra que cruzó su cara al hablar de cuán atemorizado había estado, encerrado sin su madre. La evidencia del trauma era difícilmente soportada por el niño.
Lo vi cuando un paramédico se puso a llorar mientras describía lo que había presenciado en el hospital Salmaniya durante la represión en la Rotonda Perla.
Lo oí en la voz del doctor Nabeel Hameed, uno de los médicos arrestados y torturados por el régimen, mientras describía sus luchas contra la depresión, la ira y la confusión después de su liberación, y lo detecté en su impasibilidad cuando se negó a describir la tortura que había sufrido su esposo, también médico.
Lo reconocí en los dibujos con lápiz de color de hijos de prisioneros y de manifestantes “martirizados”, llenos de policías con fusiles, tanques, personas tras las barras y cuerpos en camillas.
Lo sentí en la madre de Ali Jawad Al-Sheikh, mientras enterraba su cara en una pila de camisetas de su hijo y aspiraba su fragancia, como lo ha hecho cada noche desde que Ali, de 14 años, fue asesinado.
“Ha habido mucho daño y dolor, la gente no lo olvidará muy pronto”, me dijo Jihan. “Incluso si obtuviéramos nuestra libertad mañana, la gente necesita tiempo para curar sus heridas”.
“Si el régimen no instituye “verdaderas reformas” y pronto –y no vi ninguna indicación de que así fuera– Jihan predijo que el gobierno se enfrentará pronto a una generación más agresiva. “No lo queremos”, dijo enérgicamente. “Comenzamos pacíficamente y queremos mantenernos pacíficos. Hacemos lo posible para aconsejar [a los jóvenes]que no usen esos cócteles Molotov. Pero, finalmente, pienso que si la violencia [contra ellos]aumenta, será muy difícil controlarlos.”
El impacto del trauma no escapa a los activistas. Jihan describió la documentación del asesinato de Ahmed Ismail Hassan, un periodista ciudadano de 22 años herido en el bajo abdomen por munición verdadera mientras estaba filmando una protesta. Jihan nunca había visto tanta sangre. Durante dos días, el olor a sangre en sus fosas nasales le impidió comer y durante dos noches no pudo cerrar los ojos.
“Cada día documentamos y vemos esas atrocidades, por lo tanto estamos bajo mucha presión. A fin de cuentas, somos seres humanos. Nos afecta, nos duele. Los dirigentes y activistas por los derechos humanos, no podemos mostrar a la gente que nos afecta y que nos desgarra por dentro. Si la gente ve que nos derrumbamos internamente, ¿qué clase de fuerza recibirán de nosotros? A veces me desgarro por dentro, desaparezco por algunos días, pero hago lo posible por combatir la depresión. Trato de mantenerme ocupada y de no pensar”.
Un país en una encrucijada
Pregunté a Jihan sobre la posibilidad de su propio arresto.
“Pienso que lo harán muy pronto”, dijo. “En cualquier momento pueden allanar mi casa y arrestarme”. Teme sobre todo la posibilidad de tortura. Ha documentado suficientes casos como para saber lo que podría ser obligada a aguantar. Pero agrega: “Creo que conseguir libertad y democracia para la próxima generación es muy importante, y que destacar las atrocidades que ocurren en el país es muy importante. La libertad no es algo fácil de conseguir, tenemos que pagar y sacrificarnos por ella. El temor de arresto no impedirá que haga mi trabajo humanitario. No me rendiré.”
Los otros activistas bahreiníes tampoco se rinden. Siguen saliendo a las calles noche tras noche, a pesar de la feroz represión que enfrentan por parte del régimen y de la silenciosa complicidad de la mayor parte del mundo. Hay motivos para preocuparse por hacia dónde se orienta el levantamiento bahreiní. Como dice el doctor Nabeel Hameed: “La situación se está arraigando, se está estancando. Nadie ve una solución, y eso produce pérdida de esperanza. Y una de las posiciones más peligrosas en las que se puede poner a un ser humano es la pérdida de esperanza. Porque cuando alguien pierde la esperanza, es capaz de hacer cualquier cosa.
Yuxtapuesta a la desesperación, sin embargo, está la resistencia –o sumud (determinación)– que pude ver por doquier. Estaba presente en los dibujos de los niños, que mostraban con aire de desafío manos alzadas en una “V” para señales de victoria en medio de imágenes de derramamiento de sangre. Estaba en los grafitis mostrando el Monumento Perla en murallas por todo Bahréin, con el mensaje “Volveremos”. Estaba en los jóvenes que filmamos secretamente en sus aldeas después de medianoche, pintando con espray los paraderos de autobuses y postes de la luz con los colores de la bandera bahreiní.
Y se reflejaba en Hussein, de 13 años, quien llamó a Jihan dos días después de haber sido suturado sin anestesia para informar, para su gran alivio, que había dejado de vomitar y que ya tenía apetito.
Hussein trató de agradecer a Jihan su ayuda, pero ella no lo permitió. “No hay nada que agradecer, habibi [mi amor]. Solo cumplo mi deber”.
* Jen Marlowe es autora, documentalista y activista por los derechos humanos. Su último libro (escrito con Sami Al Jundi) es The Hour of Sunlight: One Palestinian’s Journey From Prisoner to Peacemaker y su película más reciente es One Family in Gaza. Es la fundadora de donkeysaddle projects. Podéis seguirla en Twitter en @donkeysaddleorg. Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
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