Por Pedro Miguel
La mercantilización de la política partidista y electoral es uno de los eslabones que han articulado la vinculación perversa entre el poder económico y el poder político
Ahora se discute si son campañas adelantadas las actividades de los aspirantes a la coordinación de la defensa de la Cuarta Transformación y la responsabilidad del frente opositor y causan polémica los gastos de publicidad que ya se efectúan en ambos bandos. Estos debates remiten necesariamente a la idea de que los procesos de selección de dirigencias partidistas y de candidaturas son actividades caras por necesidad, una idea que ha venido siendo sembrada desde tiempos de Zedillo, que ha dado margen al surgimiento de una muy próspera tecnocracia electoral y que ha cobijado la proliferación de giros tan numerosos que casi podrían ser considerados una subdivisión del sector servicios: agencias de publicidad, despachos de imagen, consultorías, empresas de “ marketing político”, servicios de propaganda en línea, video y manejo de redes sociales, “estrategas” especializados en campañas políticas y demás.
En el fondo, la mercantilización de los procesos electorales obedece a esa tendencia del neoliberalismo de imponer las lógicas del comercio a otras dimensiones de las relaciones sociales: la educación, la salud, el periodismo, la religión y muchas más. Ya no es extraño que en consultorios privados la palabra “cliente” desplace al término “paciente”, que se hable de “oferta informativa” en lugar de información, que se considere “productos” a los aspirantes a cargos o que se vea a los alumnados, las audiencias y las ciudadanías como mercados. Éste es uno de los impactos más destructivos del modelo neoliberal, para el cual toda interacción humana sin margen de utilidad resulta un desperdicio.
La mercantilización de la política partidista y electoral es, a su vez, uno de los eslabones que han articulado la vinculación perversa entre el poder económico y el poder político: la capacidad de financiar actividades proselitistas y de aplastar a la sociedad con oleadas publicitarias es vista como un factor de triunfo en unos comicios. Y en buena medida así funcionó en México hasta 2012, cuando la compra masiva de votos en favor de Peña Nieto fue complementada con un bombardeo de saturación en los medios característico de los lanzamientos de un nuevo producto.
La recuperación de la dignidad de las actividades políticas, partidistas y electorales debe pasar por la supresión tajante, clara e inequívoca de las lógicas comerciales que las han invadido. Y esa consideración conduce a la prohibición lisa y llana de toda inversión en propaganda para candidaturas y partidos. Tales actividades deberían realizarse sólo con base en tiempos oficiales del Estado en radio y Tv y con el trabajo voluntario de las militancias. Con ello se lograrían cinco objetivos: cerrar la puerta a la incursión de inversiones que distorsionan el sentido mismo de la democracia –a mayor gasto, mayores probabilidades de obtener posiciones de poder–; inducir a más ciudadanos a involucrarse en las tareas de difusión y promoción de sus preferencias políticas, lo que significa una mayor politización; dar a partidos y políticos mayor credibilidad y una sustancia real basada en propuestas y programas, y no en su capacidad de generar imagen; liberar a la sociedad del hartazgo visual, auditivo y multimedia de mensajes huecos repetidos al infinito, y destinar los recursos ahorrados a actividades productivas y menos contaminantes en lo ambiental y en lo moral.
Por otra parte, las prerrogativas procedentes del dinero público que hoy se destinan a los institutos políticos tendrían que experimentar un recorte, no de 50 ni 70, sino de 100 por ciento. Que a los partidos los mantengan sus militancias mediante aportaciones mensuales, una perspectiva posible una vez suprimidos los gastos en publicidad. Y que esas aportaciones tengan un tope máximo –por ejemplo, un salario mínimo– para asegurar que nadie logre una influencia desmedida en la organización a partir de sus cuotas y que el financiamiento sea estrictamente fiscalizado por la Secretaría de Hacienda para asegurar que no se viole la norma.
Ningún partido puede funcionar sin una estructura de cuadros profesionales, locales, transportes, equipos, servicios y demás, pero ello puede pagarse con las aportaciones de sus adherentes. El marco legal actual les exige un mínimo de 233 mil 945 afiliados, y con cotizaciones mensuales promedio de 100 pesos, ello da una suma de más de 23 millones de pesos, casi 281 millones de pesos anuales. Actualmente, el PT, que es al que le tocan menos prerrogativas del INE, cuesta 435 millones y el más beneficiado es Morena, con mil 910 millones. Eso no le hace bien a ninguna organización política (como tampoco, desde luego, al erario): el dinero seguro lleva a tener aparatos administrativos poco eficaces y en lugar de impulsar al activismo, fomenta la pasividad entre la militancia y tiende a generar luchas internas que no son por ideas sino por el manejo de presupuestos.
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