Por Ernesto Villanueva
“Me he vuelto un entusiasta promotor de esta nueva vía: invitar a todo candidato o candidata a gobernar a que se sometan a un test de integridad”
Bien señala Tácito: “Mientras más corrupto es un Estado, más leyes tiene”. Y México es un ejemplo. Existen mil 81 delitos distribuidos en el Código Penal y en leyes especiales. Leyes que se acatan, pero no se cumplen. Hoy ante el gravísimo problema de corrupción, la partidocracia responde con nuevas leyes (7) que no se cumplirán, representarán un gran gasto quitando dinero a las áreas prioritarias de los que menos tienen, generarán una burocracia que dará empleos a los cuates y negociará las cuotas partidistas y nunca –óigalo bien– nunca se sabrá cómo se va a eliminar la corrupción.
El problema es de fondo. Los senadores y diputados, la inmensa mayoría, son corruptos. ¿Cómo podría aprobarse un sistema anticorrupción creado por corruptos? Es, en efecto, un despropósito. ¿Se imagina lo que puede generar en esta materia el presidente Enrique Peña Nieto –precisamente la corrupción se ha convertido en su sello personal de gobernar– para dar vida a un sistema “anticorrupción? Nada habrá que esperar de ese sistema que nace muerto sólo para hacer de la honestidad una caricatura.
Cada día que pasa creo que el debate no está en crear leyes, acuerdos, decretos y crear organismos públicos cuyos costos se pueden ver claramente y no se acreditan sus resultados en un país como México, con tantas necesidades. El punto de la discusión reside en cómo se puede lograr que haya políticos honestos, utilizando para tal efecto todos los avances científicos y tecnológicos que existen en el mundo al lado de las mejores prácticas internacionales. De nada sirven buenas leyes con malas personas gobernando. Coincido con Aristóteles: es mejor tener buenas personas con malas leyes que al contrario.
El país está necesitado de medidas efectivas, medibles, creíbles y económicas para empezar a desaprender lo aprendido en el día a día: toda la partidocracia está de acuerdo, de dientes para afuera, con el combate a la corrupción, pero muy pocos están dispuestos a predicar y practicar. Es un largo camino que hay que recorrer, muchas conductas que hay que transformar para tener un país con menores asimetrías de las que existen ahora, con casos de corrupción ventilados en la opinión pública sin que pase nada. La impunidad es otro cáncer de la corrupción que se regodea como si no fuera suficiente con el cinismo.
¿Cómo el señor Miguel Ángel Yunes Linares podría siquiera ser candidato a gobernador de Veracruz por el PAN, con ese pasado negro? La lógica diría que es una aberración. Lo mismo pasa con el caso de José Antonio Garfias, Gabino Cué y Jorge Castillo, en Oaxaca, con fortunas en cientos de millones de dólares en Estados Unidos, que ofenden a los mexicanos cuyo salario jamás alcanzará ni siquiera para irse de vacaciones en avión. Y qué decir también del impresentable Javier Duarte, gobernador por el PRI en Veracruz, que parece un personaje oprobioso salido de las novelas de Luis Spota.
No podemos, no debemos seguir las rutas de siempre que nos demuestran una y otra vez que no traen solución alguna o es tan reducido su aporte que no se nota ante la dimensión del problema. Estoy convencido que en el imaginario colectivo ha anidado la percepción (muy cercana a la realidad) de que toda persona que se dedica a la política es corrupta, salvo que demuestre lo contrario. Es el principio de culpabilidad, exactamente al contrario del principio de presunción de inocencia, sagrado en el derecho.
¿Qué hacer? De entrada cambiar lo que se ha hecho porque se ha hecho mal. Ya no más instituciones con su burocracia, por favor. Hay que transformar el perfil de quienes llegan al poder, a los cargos de mayor responsabilidad. Y eso sólo se podrá hacer en la medida en que haya una exigencia creciente en la ciudadanía de ejercer su derecho a saber quién quiere gobernar, qué garantías existen de que se trata de personas íntegras, honestas. La declaración 3 de 3 es una buena intención y es peor que nada, pero se queda sólo en eso. No hay medidas de validación de lo que alguien dice que tiene. Más que confianza se vuelve un acto de fe, una expectativa de confianza solamente.
Un grupo de psiquiatras y neuropsicólogos dotados de un gran prestigio me han convencido de que hay una luz al final del túnel, pero por un camino distinto al seguido hasta hoy. He comprado la idea y me he vuelto un entusiasta promotor de esta nueva vía: invitar a todo candidato o candidata a gobernar a que se sometan a un test de integridad, una prueba de polígrafo, más el llamado EyeDetect (otro detector de mentiras de última generación) y exámenes toxicológicos para medir cosas puntuales: a) beneficios ilícitos como servidor público; b) relaciones con cualquier expresión de la delincuencia organizada; c) delitos cometidos en su vida y c) consumo de sustancias ilegales hasta de un año atrás.
Estos exámenes se practicarían en instalaciones independientes, con expertos de reconocido prestigio y con una revisión de control de calidad. En conjunto alcanzan 98% de confiabilidad, medido científicamente.
Muchos dirán: esa propuesta es un sueño, una ingenuidad. ¡Por favor! ¡Estamos en México! ¡Nadie que se dedique a la política va a dejar que le apliquen esos exámenes!
Sería –podrían agregar algunos– un suicidio político. Pues contra todos los pronósticos ya el candidato a gobernador de Oaxaca, Benjamín Robles Montoya, aceptó y pasó todas las pruebas. La candidata a gobernadora de Puebla, Roxana Luna, también ha aceptado y en estos días se someterá a ese test de integridad (integridadpublica.mx). Es el principio, una iniciativa ciudadana que tiene un mes de vida y ya demostró su primer objetivo: no todas las personas que se dedican a la política son corruptas. El oaxaqueño Robles Montoya valida esta afirmación.
ernestovillanueva@hushmail.com
Fuente: Proceso