Por Vìctor M. Quintana S.
Las autoridades, tanto federales como estatales, a lo largo de todos estos años han tratado con displicencia e irresponsabilidad el asunto, cuando no con complicidad. Se han negado a emprender una búsqueda sistemática de la multitud de restos que ahí yacen y a realizar un análisis científico para identificarlos. Han sido los familiares de las víctimas de muchas personas desaparecidas quienes han encontrado la mayoría de los restos, constituyéndose en detectives y peritos ante la incapacidad y negligencia oficiales.
Esta situación hizo que un grupo de organizaciones de la sociedad civil fronteriza convocara el pasado 13 de septiembre a realizar el primer Rastreo Ciudadano en el Valle de Juárez, para los días 16, 17 y 18 ese mes, con el fin de buscar restos de personas desaparecidas. Solicitaron el apoyo de la Procuraduría General de la República para que brindara protección a los rastreadores, y a la Fiscalía General del Estado para que aportara peritos en identificación de restos. A la Comisión Estatal de Derechos Humanos se le pidieron medidas cautelares para salvaguardar la integridad de los participantes. La Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Conavim) gestionó ante las autoridades estatales la seguridad y el apoyo de personal médico para alguna emergencia.
Las mismas autoridades buscaron obstaculizar el rastreo ciudadano: el 14 de septiembre, la fiscalía del estado reportó que un grupo de agentes que realizaban un rastreo en el Arroyo del Navajo fueron agredidos por un grupo de sicarios de la delincuencia organizada. La versión fue contradicha por el Grupo de Acción por los Derechos Humanos y la Justicia Social, cuyos elementos se encontraban en el paraje a la misma hora del supuesto enfrentamiento y no presenciaron ningún tiroteo o algo parecido. A pesar de ello, se generó un ambiente de terror y muchas personas que habían manifestado su intención de participar en la búsqueda declinaron hacerlo.
Finalmente, el Rastreo Ciudadano se llevó a cabo con la participación de 80 personas, los días 16 y 17 de septiembre. Se encontraron 54 restos óseos, pedazos de ropa de hombre y una bolsa de mujer. Los restos y los objetos encontrados no fueron recolectados porque las autoridades no proporcionaron ningún perito. El rastreo del 18 se tuvo que suspender porque el día anterior ya no acudió ningún personal policial a proteger a los participantes.
Pero aún queda mucho por indagar en este desolado paraje. Se rastrearon sólo 354 de las 8 mil hectáreas de su extensión. Es necesario que se investigue más un gran pozo que ahí se encuentra, lo mismo que varios hoyos cubiertos con cemento a manera de tumbas. Las decenas de familias de personas desaparecidas no se rendirán hasta que ellas, con las autoridades o solas, ayudadas por las organizaciones, rastreen todo ese macabro espacio.
Como en Ayotzinapa, como en Tlatlaya, como en todo el país, así en el Arroyo del Navajo se puede apreciar la insalvable contradicción entre la omisión o complicidad de las autoridades y la indignación traducida en búsqueda dolorosa de las familias de las víctimas. Nada más pertinente que el párrafo con que las personas convocantes del Rastreo Ciudadano abren su comunicado de prensa, parafraseando a Hannah Argent:
“…la banalidad de la impunidad en los asesinatos y desapariciones de mujeres y hombres está tramada por hilos cotidianamente tejidos de actos fallidos en la investigación de los delitos; falta de capacidades en equipos científicos y técnicos para la investigación; fallas en la escrupulosidad del personal para cumplir los procedimientos establecidos en el manejo de indicios, lugares del crimen, indagaciones y también conflictos de competencia entre autoridades locales, estatales y federales, debido al abigarrado compendio de legislaciones penales desarmonizadas, fueros y competencias desarticuladas (Incháustegui, López, Echarri, 2013).”
Post scriptum: La Jornada me ha brindado con toda apertura sus páginas durante dieciséis años. En ellas he tratado de reflejar las luchas y las resistencias de las mujeres y los hombres de estos rumbos norteños. La Jornada siempre me ha tratado con extrema generosidad al igual que mis sufridos lectores, lo que agradezco profundamente. Ahora viene un cambio en mi vida: voy a ser servidor público. Una sana política de este querido periódico, casa de nuestras ideas, nuestros combates y nuestros sueños, es que los servidores públicos no participen como editorialistas. Estoy completamente de acuerdo, y además de los argumentos de objetividad, de no compromiso con un gobierno, que pueda manejar La Jornada, yo agrego uno muy personal, de consideración a los lectores: para mí no hay cosa más aburrida y predecible que leer las colaboraciones de un funcionario. Así que, con agradecimiento, con un poco de dolor, pero con la convicción de quesiempre vuelvo
–como dice nuestro editor, mi querido Luis Hernández–, sólo digo un hasta luego
a las y los jornaleros. VQ.
Fuente: La Jornada