Por Martha Lamas
Hace años, cuando ocurrió el huracán Katrina, Nueva Orleans se convirtió durante un tiempo en un espacio salvaje, con saqueos, violaciones y asesinatos. Slavoj Zizek, un filósofo esloveno, reflexionó sobre lo que pasa cuando en el preciso lugar donde uno esperaría un impulso de solidaridad frente a una catástrofe semejante, lo que estalla es el egoísmo más despiadado. Para Zizek el huracán sirvió de “revelador social” de la “naturaleza” del capitalismo en su forma más pura: la afirmación despiadada del yo dentro de la lógica de la competencia individualista. Esto muestra una “naturaleza” humana mucho más amenazante y violenta que todos los desastres naturales juntos. Zizek señaló que por eso es mayor el miedo al ver desintegrarse nuestro tejido social que el que causa un accidente natural.
Tiene razón Zizek: la fragilidad del orden social produce pavor. Y eso es lo que la prensa nos transmite cada día. Hace rato que en México se ha introducido la noción del “desgarramiento del tejido social” en el discurso político. Los desgarros que venimos arrastrando, y que cada día se agudizan y complican más, son exhibidos en la prensa; y las interpretaciones sobre la causa de este quiebre de la socialidad van desde señalar la violencia económica hasta la física: marginalidad, desempleo, corrupción, narcotráfico, impunidad, etcétera. Estas particularidades, elementos indudables de la transformación de la modernidad en el capitalismo tardío, ocurren en todo el mundo. Por eso Gilles Lipovetsky habla de una “mutación sociológica global” que tiene dos características: una negativa –el proceso de personalización remite a la fractura de la socialización– y una positiva –la elaboración de una sociedad flexible basada en la información y en la estimulación de las necesidades personales, el sexo y la imagen, que implica el surgimiento simultáneo de un modo de socialización y uno de individualización.
¿Cómo interpretar los recientes saqueos y protestas por el gasolinazo? Como protesta por un quiebre institucional que cada día se nota más y que da pavor. Pero la política no existe sólo ahí afuera, en la forma de autoridades y burocracias, sino que, como señala Bourdieu, también vive “aquí dentro”, indeleblemente grabada en todos nosotros a través de lo que construimos cognitivamente como el mundo social. Nuestra comprensión de “la realidad” está marcada por el lugar social donde nacemos y accedemos a los dictados del poder mucho antes de comprometernos conscientemente con cualquier acto político. La adhesión al orden existente opera no sólo a través de las ideas y las convicciones ideológicas, sino fundamentalmente de la “naturalización” del mundo social, de su inscripción en los cuerpos y los objetos a través del acuerdo callado e invisible entre las estructuras sociales y las estructuras mentales. Los seres humanos respondemos a las formas predominantes en la vida social, que en la actualidad son el individualismo y el narcisismo, y los rasgos universales de la experiencia humana son moldeados por las particularidades de nuestra cultura. Sin embargo el fenómeno del “desgarramiento del tejido social” está cada vez más difundido, al igual que está muy en boga un discurso individualista, que promueve el interés personal. Aunque el discurso democrático pretende establecer condiciones que hacen posible la lucha contra los diferentes tipos de desigualdad, la mayoría de las personas, sin esperanzas de mejorar su vida en ninguna de las formas que verdaderamente importan, cree que hay que vivir sólo el momento y que lo importante es su mejoría personal.
¿Qué serviría para recomponer el tejido social, para detener los quiebres y desgarres? Tal vez otra pregunta puede ofrecer una pista: ¿qué le da sentido a nuestras vidas? Creo que a todos los seres humanos les dan sentido las relaciones con los demás, aunque éstas se reduzcan al pequeño grupo familiar, a la tribu, al grupo religioso o político. Pero para mantener un lazo social fuerte se requiere la conexión con los otros, los diferentes, los que no son parte de “nuestro” grupo. Pero establecer conexión con “los otros” habla de la capacidad de vincularse, de sentir empatía.
Hay varios estudios que hablan de que las personas que no sienten vergüenza no tienen capacidad de empatía ni se conectan con los demás, ni fortalecen el sentido de vinculación social que tiene la condición humana; desgarran el lazo social, rompen el tejido social. La relación entre la vergüenza y la empatía es la base de la solidaridad. Creo que fue Marx quien dijo que la vergüenza es el primer sentimiento revolucionario. Pero tal parece que los funcionarios no tienen esa vergüenza, vergüenza de cómo vive la mayoría de nuestros compatriotas, del ridículo aumento al salario mínimo de los trabajadores, de la situación de los desempleados, de la vida de las empleadas del hogar, en fin, de todo el horror que ritualmente se denuncia en los medios.
Sin embargo, un rayito de esperanza es la insólita y agradecible decisión del INE de renunciar a construir sus nuevas instalaciones y así devolver mil millones para el gasto social. Ese es el impulso de solidaridad frente a una catástrofe del que hablaba Zizek. Ojalá y esté sentando un precedente que muchas más instituciones sigan.
Fuente: Proceso