(El Viceroy, Tlatlaya, Ayotzinapa…)
Por Luis Javier Valero Flores
Mal apenas nos reponemos de un evento a cual más de impactante, demostrativo de la degradación social y, sobre todo, de la quiebra institucional, cuando ya sobrevino otro que ratifica tal impresión.
Es de tal profundidad la quiebra que, en tanto para la clase política son hechos fortalecedores del optimismo, para una buena parte de la sociedad son exactamente lo contrario.
Cualquiera de los hechos enumerados en la presente entrega ofrece datos a raudales que ilustran palmariamente el aserto anterior.
Y son de tal magnitud que otros acontecimientos, también merecedores de reflexiones, como los informes de los alcaldes de Juárez y Chihuahua, Enrique Serrano y Javier Garfio, respectivamente -los alfiles del gobernador Duarte- deben ser postergados, dada la velocidad con la que se presentan los otros acontecimientos y que, más allá de la primera impresión, están íntimamente ligados a nuestra realidad.
La detención de quien fuera considerado -por las autoridades y muchos chihuahuenses- como el jefe del Cártel de Juárez, Vicente Carrillo Fuentes, es un hecho mayor. No todos los días se da un golpe tan certero y contundente a una organización criminal, y menos de las características de la mencionada, con una honda raigambre en el territorio, en las instituciones, en la sociedad y tan antigua.
Es, además, vital en el trasiego de la droga hacia EU. Su importancia y actividad no es ajena a lo que las distintas agencias norteamericanas hacen con relación a esta actividad.
Pero en cualquiera de los aspectos de esta detención -y la de prácticamente todos los jefes (según las versiones de los gobernantes)- saltan de inmediato infinidad de preguntas, que no son respondidas por las autoridades y sus investigaciones.
Utilizando lenguaje hasta de película, las autoridades judiciales y prejudiciales -y ahora hasta las de la diplomacia, si retomamos las declaraciones del secretario de Relaciones Exteriores, José Antonio Meade, quien dijo “que en estas acciones privilegiaron la inteligencia, la cooperación y la coordinación, que permite abatir los niveles de violencia en México”- nos han espetado en los últimos días que la detención de Carrillo Fuentes se hizo “sin un solo tiro”, o que “es la más importante” y es fruto de meses de investigación.
¡Ah, muy bien! ¿Y las empresas del entramado financiero, necesarias para el buen funcionamiento de una organización criminal de tal envergadura?
Si tenían meses tras sus pistas, con el seguimiento de los distintos domicilios “que visitaba” ¿Ya saben quiénes eran sus cómplices o subordinados? ¿Los nombres de las empresas con las que las que el grupo criminal realizaban transacciones comerciales y/o financieras? ¿Cuáles los nombres de las instituciones bancarias usadas para todo ello?
¿Cuáles los agentes del ministerio público federal involucrados? ¿Los jueces, federales o estatales? ¿Los mandos de las policías locales y federales participantes en alguna de las muy variadas actividades? ¿Los funcionarios de los reclusorios, de cuando no estaban certificados?
Y en el colmo de las investigaciones que la sociedad esperaría ¿Los nombres de los mandos militares implicados en tan vasta organización? ¿Vamos, hasta los políticos participantes?
¿O va a ocurrir lo mismo que en la detención de “El Chapo” Guzmán, de Héctor Beltrán Leyva y de tantos? ¿Con hechos que sólo fortalecen la percepción popular de que tales detenciones están “arregladas”, con tal de que la estructura criminal continúe incólume?
Pero si alguno de los cuestionamientos anteriores pudiera dar lugar a la duda, lo relacionado con los miles de homicidios ocurridos en territorio chihuahuense -en la cresta de la violencia homicida presente en Chihuahua, en el periodo 2008 a 2011, que continúa, a la baja, pero con “picos” escalofriantes- no lo permite.
¿Cuántos de los crímenes ocurridos -y hay una gama muy grande de aquellos, emblemáticos- le fueron achacados en esos años al Cártel de Juárez, cuyo jefe ahora está en manos de la PGR?
¿Cuántas carpetas de investigación están abiertas en el estado de Chihuahua en su contra por homicidio? ¿Cuántas las órdenes de aprehensión expedidas, aquí, por algunos de los crímenes achacados a su grupo criminal?
Pues a menos que nos desmienta la autoridad (Nada le daría más gusto al escribiente), ninguna, en ambos casos.
Ni siquiera por los homicidios ocurridos en el punto más alto de la guerra sostenida por los cárteles de Sinaloa y Juárez en nuestra entidad fue acusado, tampoco, Joaquín Guzmán Loera. Igual que en este caso… por ahora, esperamos.
En tanto que eso ocurre, el descrédito popular hacia el aparato de justicia encuentra sustento extraordinariamente firme y las declaraciones de los perseguidos y detenidos en un “alarde” de “menos fuerza y más inteligencia”, transmitidas en el horario estelar del canal oficial del actual Gobierno Federal, con el conductor, también oficial, aparece como uno más de los atractivos televisivos.
Cosa semejante ocurre con la masacre ocurrida en Tlatlaya, pero ésta a manos de elementos del Ejército Mexicano. Admitida por el gobierno sólo gracias a la denuncia de una sobreviviente y que ahora, todavía después de los severos señalamientos de las cortes internacionales y de una buena parte de la opinión pública mundial, el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, intenta, hasta lo último, hasta lo indecible, atenuar la crítica hacia las fuerzas armadas.
Resulta que sólo tres soldados y un sargento son los responsables de los homicidios-ejecuciones de más de una veintena de jóvenes ¿Y los mandos militares participantes y los que luego encubrieron lo realizado? ¿Y los funcionarios de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México que debieron hacer los levantamientos de los cadáveres, el peritaje balístico, las autopsias, los exámenes a los militares para detectar el uso reciente de armas de fuego, las declaraciones de los participantes, de los jefes, etc.?
Nada, solamente esos tres soldados y su sargento.
¡Ah, pero, además, el procurador Murillo informó que los acusados estaban detenidos en el Campo Militar No. 1, debido a que habían violado el protocolo militar, a pesar de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó, hace tiempo, que cuando elementos de las fuerzas armadas participaran en hechos delictivos que involucraran a elementos civiles, debían “conocer” de los hechos las autoridades civiles correspondientes.
Pero Murillo Karam adujo que los acusados no pasaban a los reclusorios civiles debido a que corrían riesgos en ellos, pues los “militares son los responsables de la detención de muchos de los reos que ahí se encuentran”.
¿Pues no que eran un dechado de perfección los penales, los federales?
Lo ocurrido en Tlatlaya despierta, de inmediato, recuerdos de acontecimientos presentados en la oleada homicida, particularmente en Juárez, pero no sólo, en los que la presunta participación de elementos de las fuerzas militares fue la constante, particularmente -y están documentados, hasta judicialmente algunos de los casos- en la detención de individuos a los que las unidades militares acusaban de pertenecer a alguno de los grupos criminales y que interrogaban y torturaban en las instalaciones de las fuerzas armadas y que gracias a ello algunos de los acusados obtuvieron su libertad por la abundante comisión de hechos irregulares, cometidos por quienes los detuvieron.
Bueno, pues esos hechos pueden llegar a configurar la comisión de varios ilícitos, tolerados por todas las autoridades, al fin y al cabo, se sostenía, fueron hechas en contra de los “delincuentes”. Eso y más se merecían en esta visión.
Lo sostuvimos, siempre, no se puede combatir la ilegalidad usando como instrumentos recursos ilegales. Los preservadores del orden legal no lo pueden violar ¿Quién cerraría la puerta?
Hoy lo vemos, aterrados; en un caso con la matanza de Tlatlaya, pero en el otro, aún más escalofriante, con el asesinato y desaparición de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa a manos de los policías y sicarios de Iguala, en un entorno aún más desalentador pues las autoridades señaladas como responsables de la conducción -por lo menos oficialmente- de los agrupamientos policiacos emergieron del mayor partido que la izquierda mexicana haya producido y que evidencia, como en ningún otro momento, o suceso, la aguda degradación de su cúpula dirigente.
Más aún, que este caso devela, con aterradora contundencia, el imbricamiento de las autoridades -cualesquiera que sea el nivel- con los grupos criminales, unidos para combatir a los participantes de luchas sociales, que los sicarios de los grupos criminales y los policías municipales (¿Acaso también los estatales?) fueron usados para exterminar a los activistas sociales, así éstos fueran casi inermes estudiantes normalistas, representantes de sus comunidades, orgullosas de enviarlos a estudiar a fin de confiarles la educación de sus hijos.
Y tales agresiones se efectuaron en una entidad en la que la guerrilla tiene más de medio siglo de existencia ¿Eso es lo que quieren quienes ordenaron tan viles acciones?
¿Orillar a esos jóvenes y sus comunidades a las acciones armadas, para masacrarlos?
Porque cuando se habla de la guerrilla en Guerrero frecuentemente se olvida que su existencia sólo es posible porque tiene un incuestionable respaldo popular y que en este preciso momento una buena parte de la sociedad guerrerense no se siente representada por los gobernantes emergidos del PRD ¡Triste paradoja! Al contrario.
Todo esto no fue advertido por Cuauhtémoc Cárdenas, agredido salvajemente (así no hayan sufrido, él y sus compañeros, heridas mayores) al tratar de participar en la manifestación que exigía en la ciudad de México la presentación de los jóvenes de Ayotzinapa, no tuvo en cuenta que los depositarios de los gritos de ¡Asesinos, asesinos! lanzados por los manifestantes eran sus compañeros de partido, integrantes de “Los Chuchos”, el grupo hegemónico del PRD, al que pertenece el alcalde de Iguala, José Luis Abarca y en el que abreva el gobernador Angel Aguirre.
Lo dicho, la crisis de las instituciones…