Por John M. Ackerman
La visita del Papa Francisco demostró una vez más que el pueblo mexicano no es de ninguna manera apático ni resignado. Los cientos de miles de personas que hicieron largas filas, durmieron en plazas públicas y salieron a las calles para tener la oportunidad de escuchar, saludar y recibir las bendiciones del Sumo Pontífice, demostraron la increíble fuerza de voluntad y esperanza en un mejor futuro que tienen los mexicanos.
Ningún político o líder social cuenta con una legitimidad social o capacidad de movilización similar. Enrique Peña Nieto y los narcogobernadores tienen que llevar miles de acarreados a todos sus eventos y jamás se atreven a mezclarse con el pueblo. Los oligarcas dueños de la economía nacional se mantienen atrincherados de manera permanente en sus casas multimillonarias en Las Lomas, Texas y Florida. Y la mayor parte de los líderes sociales y voceros de la “sociedad civil” se conforman con encabezar luchas marginales y sectarias que no logran generar mayor emoción o movilización entre las masas.
La visita del señor Bergoglio también evidenció la enorme influencia del dinero y el poder en México. Telmex, Aeroméxico, Chrysler y Banorte, entre otras empresas monopólicas y depredadoras, ayudaron a financiar el viaje. Los Pinos, Miguel Ángel Mancera y los narcogobernadores garantizaron la seguridad del invitado, y de paso aprovecharon para ensayar reprobables estrategias fascistas de control social. Y Televisa y TV Azteca difundieron masivamente los mensajes del Papa, siempre utilizando el recorrido a su favor para subir el rating.
Como gesto de agradecimiento y obediencia, el Papa jamás rompió con el guion del poder despótico mexicano. Nunca hizo referencia a los 43 jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa ni pidió justicia para los periodistas o los defensores de derechos humanos caídos. Tampoco exigió la liberación de las docenas de presos políticos en el país ni llamó a detener proyectos mineros o de “desarrollo” específicos por su impacto ambiental. El jerarca mencionó la corrupción, la violencia, la pobreza, la desigualdad y el narcotráfico, pero siempre fue muy cuidadoso en no vincular estos males con las políticas gubernamentales o la infiltración de las instituciones estatales por el crimen organizado.
Francisco saludó de mano y compartió risas indignantes con Peña Nieto, Mancera, Javier Duarte, Roberto Borge, Manuel Velasco, Carlos Slim, Emilio Azcárraga, Emilio Gamboa y numerosos niños VIP, hijos de políticos y empresarios priistas. Jamás acusó directamente a ninguno de ellos de ser “egoístas” por haber acumulado sus fortunas y su poder a expensas del pueblo trabajador. En contraste, un humilde adorador que quiso abrazar al Papa argentino en Michoacán se llevó un fuerte regaño personalizado de parte de quien se ostenta como representante de Dios en la tierra.
Es totalmente falsa la afirmación de que como “jefe de Estado” el Papa no podría haber hecho más. Ninguna ley ni regla de la diplomacia obliga a los jefes de Estado, y menos a los que también son líderes religiosos, a limitar sus acciones a dar discursos filosóficos sobre principios generales o reunirse exclusivamente con los potentados. Francisco podría haber visitado personalmente el albergue Hermanos en el Camino, de Alejandro Solalinde; oficiado misa junto con el obispo Raúl Vera; o pasado a visitar la Normal Isidro Burgos, de Ayotzinapa, para mencionar solamente algunas posibilidades. Había literalmente miles de oportunidades para que el Papa pudiera romper con el protocolo de la corrupción para demostrar materialmente que estaba del lado del pueblo.
La buena noticia es que la combinación entre el incumplimiento del Papa con las altas expectativas del pueblo mexicano y el enorme fervor espiritual que levantó a su paso por el país, deja abierta una enorme oportunidad para canalizar la esperanza del pueblo mexicano hacia una transformación profunda de la nación. Nos toca a todos y a todas luchar para concretar materialmente y en vida la justicia y la paz prometidas por la Biblia y por casi todos los documentos sagrados y filosóficos del mundo.
La esperanza pasiva fortalece la barbarie. Si esperamos sentados a que alguien más resuelva nuestros problemas, México nunca saldrá adelante. No tiene ningún sentido seguir insistiéndoles a las mismas instituciones corruptas de siempre, desde la PGR hasta el Vaticano, que “hagan su trabajo” y se comprometan con el pueblo. El poder nunca se traiciona a sí mismo.
En contraste, la esperanza activa puede mover montañas. El incumplimiento del Papa debe ayudarnos a darnos cuenta de que somos dueños de nuestro propio destino. La salida se encuentra en la organización política, en el mejor sentido de la palabra, para poder acompañar a las masas desamparadas y excluidas en su urgente conquista del poder económico y gubernamental para ponerlo al servicio de toda la nación.
Twitter: @JohnMAckerman
Publicado en Revista Proceso No. 2051
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