Profesores

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Por Octavio Rodríguez Araujo

En muchos municipios pobres del país los padres de familia limpian y arreglan las escuelas públicas, porque no hay empleados que lo hagan. La Secretaría de Educación Pública (SEP) no cumple con lo que debe hacer: dotar a las escuelas de locales y mobiliario dignos, de agua potable, y de empleados que hagan lo que no tienen por qué hacer los padres de los alumnos que con muchas dificultades (distancias, nutrición, ambiente familiar, etcétera) asisten a aprender. Hay casos, en poblaciones rurales, en que los niños de quinto y sexto años acuden una hora antes de las clases a hacer limpieza en sus escuelas. No debería de ser, pero así ocurre, incluso en Morelos, estado menos pobre que Guerrero.

Hay una suerte de círculo vicioso entre SEP-sindicato, que no ha cambiado donde el SNTE (¿ex gordillista?) no tiene oposición democrática, y que perjudica a los niños y a sus padres, que ya de por sí están castigados por la escasez en que viven. Aun así, estos profesores realizan un trabajo que no harían otros que atienden escuelas en las grandes ciudades o en regiones prósperas donde la penuria de los municipios pobres no es conocida.

La enseñanza en las escuelas públicas no es ni puede ser –por ahora– homogénea en todo el país, entre otras razones porque la condición de sus muy variadas regiones no ha mejorado. Compárese, aunque sea como ejercicio sociológico, el índice de desarrollo humano (IDH) de unas entidades federativas con otras, de unos municipios con otros. El Distrito Federal ocupa el primer lugar en IDH, seguido por Nuevo León; Morelos, el 16. Guerrero, Oaxaca y Chiapas se ubican en los últimos lugares, 30, 31 y 32, respectivamente.

Ni qué decir de municipios como Metatlónoc, en Guerrero, donde su IDH es semejante al de varios países africanos como Sierra Leona o Burundi. No son comparables los estados con el IDH más alto con los que están en el más bajo, mucho menos la delegación Benito Juárez del DF (cuyo IDH es comparable al de países desarrollados) con San Simón Zahuatlán en Oaxaca o el ya mencionado municipio de Guerrero.

Tampoco es igual ir a la escuela en autobús o en Metro que caminar en los cerros con un pocillo de pozol o pulque como único alimento. En muchos de estos lugares no hay agua corriente, no hay excusados ni papel higiénico, pero sí coca-cola y cerveza. La luz eléctrica, cuando hay, llegó hace pocos años, y sólo los ricos tienen televisión y algún vehículo de motor, y decir rico en esos municipios es un eufemismo o una exageración sólo admisible por comparación con el resto de sus pobladores.

¿Evaluación estandarizada a los profesores de primaria y secundaria? Es un absurdo y hay razón para rechazarla. ¿Cómo se va a evaluar con los mismos parámetros a un profesor de la escuela primaria pública Niños Héroes de Monterrey que de la primaria Progreso y Civilización de Malinaltepec, en Guerrero, que era una escuela pública federal y ahora transferida al estado? La misma Evaluación Nacional de Logro Académico en Centros Escolares (Enlace), llevada a cabo por la SEP en 2009, dio como resultado que las escuelas particulares tuvieron las más altas calificaciones de sus alumnos, ocho lugares arriba de la de Monterrey mencionada ( El Universal, 5/10/09).

Si los alumnos son reflejo de sus profesores, entre otras condiciones que determinan su desempeño (alimento, ambiente familiar, acceso a libros y útiles escolares, etcétera), ¿cómo se espera que los alumnos que carecen de casi todo puedan ser evaluados con los mismos estándares? ¿No debería decirse lo mismo de los profesores? ¿Viven en condiciones semejantes los profesores de los pueblos marginados que los de una escuela particular en el DF? ¿Harían éstos intercambio con los profesores de escuelas paupérrimas de Oaxaca, aunque fuera por saber qué se siente? Apuesto a que no, ni por servicio social como hacen los pasantes de medicina. No es de justicia ni de sentido común evaluar con los mismos parámetros a quienes tienen casi todo en contra para el ejercicio docente. No se les puede evaluar igual que a sus dispares pares de las grandes ciudades del país.

El gobierno federal se niega a dar marcha atrás en su reforma educativa y los profesores de los estados más pobres del país no están de acuerdo. Se habla de que con sus manifestaciones de descontento han atentado contra los intereses de terceros y que debe aplicarse la ley. ¿Qué se esperaba? ¿Que hicieran paros en los caminos de terracería de sus propias comunidades, donde no va la prensa ni hay turistas? Todos sabemos que manifestación que no altera de alguna manera la vida cotidiana en una ciudad o en una carretera ni siquiera es noticia. Por lo demás, una manifestación de descontento es legal, pues es un derecho. Si afecta a terceros, ni modo; aunque, si somos objetivos, debió dejarse un carril en la carretera para que los vacacionistas de Semana Santa, no precisamente ricos, hubieran podido llegar a su destino sin tantas horas de impotente espera.

Los priistas y sus aliados preferirían que el derecho a circular prevaleciera sobre el derecho de reunión y manifestación y que, para el caso, este derecho se ejerciera en un corral predeterminado. Recuérdese que Carlos Hank propuso en 1982 el Monumento a la Revolución como manifestódromo, sugerencia retomada por otros priístas en 2000 (Silva Herzog) y en 2012 (Beatriz Paredes). Pero se equivocan: no pueden ni deben cerrarle el paso a las progresivas expresiones de democracia participativa y regresar a los tiempos de Díaz Ordaz.

Mientras no haya en México escuelas dignas y bien equipadas en todas sus poblaciones, mientras unos profesores tengan mejores (por mucho) condiciones que otros, además de salarios desiguales, mientras los niños de unas escuelas vayan a clases sin desayunar y otros lleguen bien alimentados y bien vestidos, no se puede generalizar ni darles de golpes a los profesores que con justa indignación protestan. Si se enfrentan a la Policía Federal no es por valientes, sino por desesperados, pues ya visualizan su futuro, y éste no será mejor que su presente.

rodriguezaraujo.unam.mx

Fuente: La Jornada

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