Por Javier Sicilia
El liberalismo, como buena parte del pensamiento ilustrado, sustituyó la sacralidad que le arrancó a la Iglesia con otras sacralidades. La composición misma del Estado moderno es una copia burda de la manera en que la Iglesia como cuerpo social está constituida: el Presidente –usaré las mayúsculas de la sacralización del poder– sustituyó al Papa, los Senadores a los Cardenales, los Diputados a los Obispos, el Poder Judicial a la Inquisición o al Santo Oficio –o como se le llama ahora, la Congregación para la Doctrina de la Fe–, los ciudadanos al pueblo de Dios, amén de un sinnúmero de héroes que sustituyeron a los santos y de días de asueto que reemplazaron a los días de guardar.
La Constitución forma parte también de este imaginario laico. Si a algo podía compararse es a la Biblia. Pero la Constitución, a diferencia del cuerpo institucional de la Iglesia y del Estado, no es equiparable a ella. No es una palabra poética que nos trasciende, ni un texto sagrado e inamovible. A la nuestra, una de las pocas que se aferra a una absurda longevidad, se le han hecho en sus casi 100 años de existencia 574 reformas, señalaron Diego Valadés y Pedro Salazar en una mesa redonda sobre el tema en 2014. El 80% de los artículos, apunta Viridiana Ríos, “ha sido modificado un promedio de cinco veces cada uno” (Nexos hoy, febrero de 2014).
Por lo mismo y contra lo que se piensa, la Constitución no determina la manera en la que un pueblo se organiza. Al contrario, es la descripción en leyes de la forma en la que un pueblo, en constante movilidad, se organiza, se funda y se refunda. Es, para usar una analogía, lo que la gramática es a la lengua. El pueblo, al igual que la lengua en la que se expresa, es un organismo vivo que a lo largo del tiempo se transforma y genera nuevas relaciones y vínculos. La Constitución, como la gramática en la lengua, da cuenta de ellos. Para entender cómo hablamos hoy en día, ya no usamos la gramática de Nebrija (1492), sino otras, como la Nueva gramática de la lengua española. Quien quisiera seguirla usando estaría destinado a no entender ni entenderse con los otros. Lo mismo sucede con la Constitución.
La Constitución de 1917 nació como una respuesta a los cambios profundos que vivía la sociedad en 1910 y que la Constitución de 1857 ya no reflejaba. El caos social que derivó en la Revolución Mexicana era fruto de esa ausencia descriptiva: “Cuando ha llegado un 5 de febrero más –escribió Flores Magón en el 48 aniversario de la Constitución de 1857– y (…) la justicia ha sido arrojada de su templo por infames mercaderes y sobre la tumba de la Constitución se alza con cinismo una teocracia inaudita, ¿para qué recibir esa fecha, digna de mejor pueblo, con hipócritas muestras de alegría? La Constitución ha muerto, y al enlutarnos hoy con esa frase fatídica, protestamos solemnemente contra los asesinos de ella”.
El país se decía de otra manera y necesitaba describirse de otra manera. Desde hace décadas algo parecido sucede de nuevo en México. La Constitución del 17, como la del 57 a principios del siglo XX, ha dejado de describir a la nación y sus nuevas relaciones. Las reformas que ha sufrido y que no responden a las transformaciones de la realidad mexicana, sino a las necesidades de los intereses económicos de las oligarquías y de las empresas trasnacionales, la han asesinado de nuevo. De las 574 reformas que se le han hecho, 347, el 60%, se realizaron –vuelvo a los datos proporcionados por Viridiana Ríos– en los seis últimos sexenios, es decir, bajo presidentes neoliberales y ajenos al sentir de la nación: De la Madrid realizó 66, Salinas 47, Zedillo 77, Fox 25, Calderón 110, y Peña Nieto, en lo que va de su mandato, 21.
Esas constantes modificaciones y violaciones a la Constitución sólo pueden expresar las desfiguraciones que se le han hecho a la nación y que, como a principios del siglo XX, pero de peor forma, repercuten en dolor, explotación, crímenes y muerte. Hay, por lo mismo, en la inoperancia y en la corrupción de los partidos y los gobiernos, que se amparan en una Constitución muerta, un tufo del caos de 1910; en las crecientes movilizaciones sociales, el sabor de las declaraciones de Flores Magón, y en la emergencia de nuevos actores sociales –los pueblos indios y sus autonomías, las mujeres, los estudiantes, los homosexuales, los ecologistas, las víctimas de la violencia, etcétera–, la expresión, como en 1910, de una nueva conformación social que clama por ser reconocida, descrita y protegida mediante un nuevo pacto social.
Por eso, antes de un mayor caos y frente a la simulación democrática que nos aguarda, muchas de las partes más conscientes de la sociedad han tomado el camino del boicot electoral y de un nuevo Constituyente que emane no de los aparatos corrompidos del Estado –no fueron ellos los que en 1917 hicieron la Constitución que reemplazó a la del 57–, sino de la gente misma que ha ido construyendo una nueva forma de relacionarse y de defenderse frente al crimen, la corrupción del Estado y la destrucción de una Constitución que ya no la refleja.
En medio de la noche –que parece interminable– y de la ignorancia política que no aprende del pasado, esta ardua tarea guarda la reserva moral de la nación en la esperanza de lo nuevo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, y boicotear las elecciones.
Fuente: Proceso